TESTIMONIO
LOS INTELECTUALES Y EL TEATRO DE HOY
Alfonso Sastre
Buenos días. ¡Empezamos!, como dicen, los regidores de escena.
Solo que para empezar yo quiero expresarles que mi deseo es no
resultar un elemento demasiado extraño entre ustedes, entre
las gentes de teatro -teatreros o teatristas- que haya entre
ustedes; aunque ello -caer extraño- sería lógico que sucediera
porque la verdad es que yo no soy más que un escritor, y que
lo único que sé hacer, bien o mal, o regular, es literatura, aunque
-eso sÍ- también, entre mis habilidades literarias está la de
hacer eso que se llama "literatura dramática",
y que yo prefiero nombrar con una palabra que todavía no se ha
hecho popular, ni acaso se haga nunca, pero que yo la uso; esa
palabra es "parlatura", que no es otra cosa que la
literatura que se escribe para el teatro y la literatura que algunos
hacemos -y por eso se nos llama autores, al menos todavía- para
que otros (los actores) la hablen y la maticen o la interpreten
o la recreen sobre los escenarios. Diálogos para ser parlados:
parlatura. (Diálogos y monólogos, que también, en su fondo, son
diálogos, pues que las palabras son siempre dialogales).
Algo tengo que ver, pues, con el teatro, pero no esperen
de mí que dirija a unos actores durante unos ensayos, ni que dé
ideas luminosas -nunca mejor dicho- para que una escenografía
adquiera, con determinadas luces, el debido relieve, ni para diseñar
arquitecturas escénicas, ni para establecer una pauta de ruidos
y de músicas en el curso de una acción teatral, ni para
nada, en fin: una calamidad, mientras muchos de mis colegas escritores
son también teatreros y se muevan en los escenarios (donde
yo no paso de ser un huésped) como el pez en el agua. Aunque
ustedes vean que en las historias del teatro español mi nombre
figura con algunas o muchas páginas, para el teatro yo soy,
con arreglo a mi apellido, y haciendo un chiste definitivamente
malo, un verdadero de-sastre. No, yo no sabría ni siquiera
cómo dirigirme a los técnicos en el escenario, ni casi sé -y de
oídas- el argot propio de estos oficios que ahora se suelen agrupar
bajo la denominación de "las artes escénicas". ¿Un
forillo? ¿Aquel practicable? ¿Ese cañón? ¿Una carra? ¿Un cenital?
¿La faldeta? ¿Un escafurcio? ¿Tal camelo? ¿Las patas de la cortina? ¿La
escotadura? ¿El ciclorama? ¿Entre cajas? ¿Y qué es un telón corto?
¿No será un telón al que se le ven las piernas? Bueno, en
fin, allá ustedes con su lenguaje; pues yo no soy, como
les digo, más que aquella persona de la que antes se decía: Es
el Autor, y al que el público solía llamar al final de
los estrenos: ¡Autor! ¡Autor!, cosa que al parecer ocurrió por
primera vez en la España del siglo XIX al terminar el estreno
de la tragedia "El Trovador", del joven autor Antonio
García Gutiérrez, que dicen que salió al escenario vestido de
soldado porque entonces estaba haciendo su servicio militar y
le habían dado un permiso en el cuartel para asistir al que fue
un acontecimiento tan feliz que hasta llegó a ser la base literaria
de la ópera de Verdi "Il trovatore" (como "Don
Álvaro o la fuerza del sino", del Duque de Rivas lo fue
de otra ópera de Verdi, "La forza del destino". Todo
esto pertenece a la historia del teatro romántico español).
¿Entonces en qué quedamos? ¿Los escritores dramáticos
que en el teatro "no somos más que escritores" formamos
parte de una especie a extinguir? Yo lo sentiría, y no solo por
mí, sino por el teatro, y ustedes disculpen mi quizás indisculpable
vanidad, pues creo que es a escritores que apenas has hecho en
el teatro otra cosa -o ni eso- que asistir a los ensayos, a quienes
debe la historia del no pocos de sus episodios más brillantes.
La cosa está clara: desde el exterior del teatro se ven mejor
algunas dimensiones de lo que ocurre dentro, y se pueden remediar
mejor algunos de sus males, al menos, del orden de la poesía y
de la estética teatrales.
Queda claro, pues, que yo no soy eso que se llama "un
hombre de teatro", y mucho menos "un animal de teatro"
-como se dice elogiosamente de algunos artistas de la escena-,
a pesar de figurar con algún relieve en sus historias; pero sí
me permito y me he permitido siempre- opinar sobre lo que en el
teatro ocurre, y muchas veces lo he hecho y lo hago sobre lo que
sucede en el teatro español. ¿Les interesa, aunque sea lejanamente,
este tema? Suponiendo que sea así, les diré ya que el "teatro
español" ha sido siempre y sigue siendo una institución
muy reaccionaria.
Estoy cansado de decirlo allí, pero ustedes no pueden
estar todavía cansados de esto que digo, pues es la primera vez
que así me expreso para ustedes. Así es que casi todo lo mejor
que ha ocurrido en el teatro español a lo largo de la historia
en el sentido de ampliar su mundo y abrir sus horizontes, lo han
hecho, hasta la fecha de hoy mismo, escritores, muchos de ellos
generalmente rechazados o a duras penas admitidos en los escenarios
de España. Entre estos se encuentran desde Cervantes -el autor
de esa gran tragedia que es la Numancia- en los siglos XVI/XVII,
a Ramón del Valle Inclán, en el siglo XX. Lo mejor del teatro
español se ha hecho, me reafirmo, "contra el teatro español".
(Es una paradoja más del teatro.).
Se hace, pues, el mejor teatro español, decimos, "contra
el teatro español", queriendo decir con ello: contra la
estructura y la organización, tanto pública como privada, de este
fenómeno sociocultural y contra sus agentes, empresarios, actores
ilustres y, ya en el siglo XX, contra los directores y los programadores
oficiales y la Administración Pública en general. ¡Y siempre ha
sido así, con unos u otros matices y unas u otras intervenciones
en el proceso! En realidad, se trataría hoy de establecer una
verdadera dialéctica, y para ello es preciso plantearse cuál tendría
que ser la propia (dialéctica) del teatro. ¿La de la verdad contra
la mentira? ¿La de la literatura contra la espectacularidad? ¿La
de los escritores contra los teatreros o teatristas? ¿La del individualismo
de unos escritores -muy "suyos"- contra las "creaciones
colectivas"?
En realidad se trataría de reivindicar juntos, unos
y otros, escritores, artistas y técnicos, el carácter colectivo
-buenamente colectivo y lejano de todo revoltijo- de los espectáculos
dramáticos; carácter colectivo que, precisamente, reclama la importancia,
del componente literario, de la literatura, y por tanto de los
escritores en esos colectivos, que tantas veces no lo son sino
dictaduras de algunos directores que se autoafirman como estrellas
en todo lo que hacen, y que no ven en los dramas escritos, sino
una materia que sirva de base a sus "inventos" escénicos
o lucubraciones.
En cuanto a mí, que no soy maestro de nada, ni de las
letras, pero sí un aprendiz del teatro con ideas muy estrictas
sobre sus corruptelas y vacuidades, al menos en España, puedo
aportar -creo- nociones como esta que he dicho de "parlatura",
noción que expresa nuestra forma -la de los escritores- de estar
en el teatro como algo más (mucho más) que unos huéspedes más
o menos bienvenidos o indeseados, y a los que se les escucha pero
no se les hace mucho caso, por parte de los "teatreros".
No, no; nosotros, escritores no practicantes de los oficios y
de las artes del escenario, hemos estado siempre en la genealogía
del teatro, y desde nuestros gabinetes de trabajo -lejos, pues,
de aquellos lugares en los que el teatro se hace, se fabrica y
se manifiesta ante sus públicos-, hemos contribuido a que el drama
haya ido a algunas parte, a que se haya renovado y haya seguido
unos u otros rumbos, y, en fin, a que "haya tenido historia"
y no se haya limitado a ser un fenómeno social recurrente con
la única y reducida misión de que unas gentes, los actores, hayan
dado expresión a su narcisismo personal, y otras, el público,
a divertirse de las realidades de la vida "pasando un buen
rato", inmediatamente olvidable; pero también, escribiendo
sus dramas, estos autores han contribuido a la historia de la
literatura, de manera que "Fuenteovejuna", de Lope
de Vega no se limitó a ser un buen guión para hacer un espectáculo,
sino que es además un texto literario que convive en la historia
de la literatura con los sonetos de Garcilaso de la Vega o la
lírica celeste de San Juan de la Cruz o las aventuras de "Don
Quijote de la Mancha". (Lo que no se puede decir ni siquiera
de los mejores guiones de las mejores películas de la historia
del cine).
De manera que yo puedo pensar con muy buenas razones
que los escritores dramáticos que todavía estamos en la vida y
no aún en el olvido en el que desaparecen los mediocres o en el
limbo de los clásicos; que los escritores de hoy, digo, tendríamos
que entendernos más y mejor con los teatreros o teatristas; pues
nuestras escrituras, cuando acertamos a ello, son capaces de "prefigurar"
mucho de lo que luego ha de suceder en los escenarios, lo que
no quiere decir que no salgan productos dramáticamente excelentes
siguiendo otros procedimientos, a partir de ocurrencias en el
seno de los grupos y/o de improvisaciones corporales de los actores
y reflexiones ocasionales. Eso solo quiere decir que en tales
casos "los Autores son ellos". Pero también es así:
que la escritura dramática profesionalizada es capaz de movilizar
la energía creadora (el potencial) de los grupos y de las compañías,
y que el escritor que no es otra cosa puede ser también una pieza
clave en estos procesos, y no como mero proveedor de pretextos
para hacer cualquier cosa con ellos, empezando por destruirlos
encarnizadamente en aras de un teatro entendido como enemigo de
la literatura o, por lo menos, ajeno a ella. Recuérdese cuántas
veces la renovación de la escena se ha hecho bajo los auspicios
y el nombre de "Teatro literario" para oponerlo al
"teatro mercantil". ¡Viva, pues, la literatura, también
en el teatro!
Ahora por fin estamos llegando a un punto al que yo
quería llegar: el de proponerles que las gentes del teatro y los
escritores que no somos gentes del teatro hagamos un pacto a favor
de lo que yo estoy llamando en España "un teatro vertebral",
y es una propuesta que no se puede trasladar mecánicamente al
teatro cubano o a otros, pero sí puede tener algún interés para
ustedes saber qué propuestas surgen, en el día de hoy, y ante
los desafíos de hoy, en otras áreas culturales y políticas. ¿Y
qué sería eso de "un teatro vertebral" entendido como
una propuesta para el País Vasco o para España o acaso para los
países europeos regidos por sistemas capitalistas -todos- en la
era de Bush? Yo he tratado de definirlo en una especie de manifiesto
dialogado en el que imagino que un director me hace una visita
y me pide un consejo o quizás un drama que pudiera serle útil
para salir de la programación errática que él piensa que su grupo
ha realizado hasta hoy, pues ha llegado a aceptar que es cierto
lo que este autor ha dicho de que "programar" lo que
ha de hacerse en un teatro es, además de crear un mundo de imágenes
bellas y lúdicas, un modo de pensar en y sobre la realidad. Los
grupos de teatro o tienen un pensamiento (colectivo, pero pensamiento,
pues no puede ser una jaula de grillos) o su función será demasiado
banal y se consumirá en el mismo momento de producirse (teatro
de consumo) dejando apenas en quienes lo ven una huella pequeña
que en seguida se esfumará en las memorias de esos espectadores
que asistieron, quizás buscando algo más, al espectáculo. Los
grupos y las compañías -piensa este autor- deben ser sedes de
una determinada filosofía propia y no meras veletas que se muevan
obedeciendo a los vientos de la moda en cada momento. Los grupos
y las compañías como tales, como colectivos, deben de mantener
sus propios "puntos de vista" sobre la realidad y
las tareas que en cada momento la sociedad necesita, para impedir
su degradación y quizás para ascender a más altos niveles materiales
y espirituales, a sus ciudadanos en, los campos de la estética,
de la política y de la filosofía. El Berliner Ensemble, de Bertolt
Brecht en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial fue
un modelo de este teatro vertebral al que yo me refiero.
En el Manifiesto-Diálogo "por un teatro vertebral"
yo he propuesto concretamente, y aquí les hago partícipes de aquella
propuesta, hacer hoy "un teatro contra el Imperio",
que habría de financiarse en nuestros países de sistema capitalista
con el dinero de los bolsillos de nuestro potencial público, dada
la sumisión del conjunto de nuestros gobernantes al liderazgo
de Bush en el mundo. Los bolsillos de nuestro potencial público
serían, pues, nuestra fuente de financiación, en una dialéctica
Público/Teatro que sería muy beneficiosa para éste al quedar el
Teatro como actividad social liberado de la dependencia de las
subvenciones que siempre comportan una forma más o menos larvado
y no explícita, de censura o, al menos, de control político de
su actividad. Ese público sería la forma teatral que adquirirían
las multitudes que han salido a las calles de todas las ciudades
del mundo a manifestarse contra la agresión imperialista a Irak
en circunstancias todavía recientes, y que forman el grueso de
los foros y manifestaciones contra la globalización neoliberal
desde hace años, a partir de los hechos de Seattle y con bases
como el foro y las experiencias de Porto Alegre. Cooperativas
de actores, directores y técnicos -de gran tradición en la historia
del espectáculo: Artistas Asociados, "Compañías a partido",
etcétera- serían las estructuras de base de estos proyectos koljosianos
(digámoslo así) de que la actividad teatral eleve los objetivos
de su práctica y trate de contribuir, por modestamente que sea,
a la transformación del mundo. En la opinión del director de mi
cuento y hablando de los bolsillos de la multitud, él dice que
en ellos "hay poco dinero" -son los bolsillos de los
pobres y de los marginados- y que el proyecto le parece "políticamente
imposible". "Hagamos, pues, un teatro imposible",
le dice el autor, y ello decide al director a despedirse, pensando
en resolver sus propias contradicciones de un modo menos extremado.
En fin, lo que yo propongo no es tan malamente utópico (sino buenamente
utópico, en mi opinión); y es que las gentes del teatro, agrupadas,
den un sentido trascendente a las labores de sus compañías, lo,
que sería algo así como una versión actual, social y política,
colectiva, de lo que Stanislavski en su tiempo y limitando su
noción a cada tarea concreta (a cada drama en ensayos) llamaba
el "súper-objetivo", y Piscator en el suyo "un
teatro político", y Brecht en el suyo "un teatro ético
y dialéctico", y Grotowski en el suyo "un teatro pobre",
y Tadeusz Kantor en el suyo "un teatro de la muerte",
y nosotros, modestamente, en el nuestro y en nuestras circunstancias
"un teatro realista o una tragedia completa". (Véase
que proponemos la legitimidad de un teatro de las agonías humanas,
y que de ningún modo nos hemos embarcado nunca en proyectos de
hiperpolitización de la escena. Pero sí estamos por el drama como
una exploración y una búsqueda de sentido incluso en el corazón
del sinsentido de la realidad vivida en sus peores momentos, en
la oscuridad y la desesperanza).
No olvidamos que el tema de esta comparecencia es la
relación entre los intelectuales y el teatro de hoy, y en ello
estamos aunque lo hayamos hecho a través de un pequeño caso, el
mío, como escritor que soy, un poco filósofo, y problemático artista.
Ahora, pensando más generalmente, recordamos que entre los intelectuales
los ha habido distantes y hasta extraños a este fenómeno público,
asambleario, participativo, realmente democrático que debe de
ser el teatro, pero también los ha habido y los hay enamorados
de los escenarios y de sus posibilidades poéticas, éticas y políticas.
En este sentido, el teatro también ha sufrido del desplazamiento
de tantos intelectuales y artistas al campo de la derecha y a
la servidumbre más o menos declarada o vergonzante a los dictados
del imperio. La verdad es que hay que mirar al pasado para encontrar
escritores de alguna talla que hayan aportado ideas capaces de
movilizar la escena en el sentido del progreso y no digamos de
la revolución de las estructuras actualmente dominantes y armadas
hasta los dientes. También es justo decir que estos mensajes han
partido a veces de las mismas gentes del teatro. Tal es el caso
de Piscator, el maestro alemán del teatro político, que era un
actor, y que desde su oficio descubrió las virtualidades, subversivas
y transformadoras del orden social que el teatro ofrece. En España,
fue notable el caso del poeta Rafael Alberti que, durante nuestra
Guerra Civil (1936-1939) creó con María Teresa León el Teatro
de Guerrillas y el teatro de Urgencia, e hizo que Madrid, cercado
por los militares sublevados, respondiera al cerco, además de
con las armas de fuego, con las armas de la cultura, elevando
bajo las bombas el monumento a la resistencia popular que es la
Numancia de Cervantes.
¿Pero qué hacer hoy? Todo lo que vengo diciendo es
a favor de un teatro de ataque al imperio, pero también de un
teatro autocrítico en relación con nuestras propias situaciones
y respuestas. En situaciones como la de Cuba, se ha de postular
asimismo la legitimidad de un teatro crítico de la propia situación,
lo que no quiere decir, desleal. La deslealtad es otro mundo,
y nosotros, creo yo, hemos de ser leales -críticos pero leales-
a todas las tentativas que haya o que surjan para cambiar el mundo.
¡Ardua tarea, en la que el teatro tendrá algo que hacer!
Erwin Piscator fue un actor que conquistó el orgullo
de serlo, e interpeló a los actores para que a ellos no pudiera
llegarles un día en el que se les pudiera reprochar: Mientras
sucedía lo que estaba sucediendo, ¿usted dónde estaba?, ¿usted
qué hacía?, ¿hacia dónde miraba?, ¿no veía los humos negros de
los hornos crematorios?, ¿no se daba cuenta de cuántos niños mueren
todos los días en el mundo a causa, de su malnutrición, de su
hambre, de sus enfermedades curables? ¿Las comedias que interpretaba,
de qué trataban? ¿Para qué las hacía? ¿Para que la gente se olvidara
de lo que acontecía en el mundo? ¿Se lo pasaba muy bien haciéndolas?
¿Eran muy graciosas? ¿Nunca se plantearon que, como dijo aquel
poeta, la poesía puede ser "un arma cargada de futuro"?
Así es que los actores del Teatro Piscator anduvieron
siempre con la cabeza muy alta, y algunos de ellos pagaron cara
su implicación en las luchas de su tiempo, igual que otros artistas
e intelectuales. A cualquier interpelación posterior, este tipo
de actores ha podido responder sencilla y orgullosamente: yo,
señores, hacía teatro, ¡nada más y nada menos que teatro! Entonces
el teatro es una palabra grande y no un oficio ganapán. Está claro:
el teatro que ellos hacían y algunos hacen hoy y algunos harán
mañana no era ni es ni será ese tipo de espectáculos que se desechan
una vez usados y cuyo destino final es el cubo de la basura o,
por lo menos, del olvido. Así, cuando yo ahora apuesto por "un
teatro vertebral" hablo de un trabajo sobre los escenarios
que sea por lo menos un eco de los dolores y las esperanzas del
mundo, pero preferiblemente que suene como una voz fuerte y subversiva
por la justicia y por la libertad, o sea, por la paz de y entre
los pueblos.
Mil gracias por vuestra atención.
Conferencia magistral ofrecida
por Alfonso Sastre en la Sala Caturla del Teatro Auditorium
Amadeo Roldán, en La Habana, el 19 de setiembre de 2003