INVESTIGAR EL TEATRO. ARGENTINA
LA NARRACIÓN ORAL ESCÉNICA: ENTRE
LA PALABRA Y EL SILENCIO
[1]
Beatriz Trastoy
Universidad de Buenos Aires
A casi veinte años de sus primeras
apariciones en salas teatrales, en bares, en escuelas y en distintas
instituciones oficiales y privadas de la Argentina, los narradores
orales han logrado consolidar una aceptablemente sólida corriente
de receptores, capaces tanto de reconocer las convenciones en
las que se apoyan los procedimientos específicos del género, como
así también de participar intelectual y emocionalmente del fuerte
y eficaz vínculo comunicativo propuesto desde el escenario.
Aunque todavía escaso, el discurso crítico que se ocupa de dichos espectáculos
tiende a valorizar, en el gesto narrativo que le es propio, la
recuperada capacidad de la palabra de construir un espacio de
interrelación humana directa y democratizada. Esta interpretación
-que no por canónica deja de ser acertada- se funda, por un lado,
en el logocentrismo resistente a las diversas mutaciones epistomológicas
del siglo XX que distingue a la cultura occidental. Por otro lado,
y más acotadamente, dicha interpretación deriva de la definitiva
y entusiasta institucionalización de la historia oral como práctica
historiográfica, operada a partir de 1970, año en que Casa de
las Américas otorgó por primera vez el Premio Testimonio a un
género no canonizado hasta ese momento, pero de innegable importancia
social y política, que proliferaría en los períodos más conflictivos
de la historia latinoamericana. En efecto, a pesar de que muchos
estudiosos consideran que la riqueza de la configuración, selección
y reelaboración de los recuerdos evocados en los relatos de vida
no han sido hasta ahora suficientemente aprovechados ni por los
historiadores orales ni por la historiografía más tradicional,
es indudable su valor testimonial, en tanto permiten el estudio
de aspectos poco conocidos de individuos y comunidades, que no
dejaron documentada por escrito su participación en los fenómenos
culturales.
El relato de vida -en mi opinión, matriz generadora de los espectáculos de narración
oral- fue refuncionalizado y estetizado no sólo en el marco de
géneros tradicionales como la literatura, el teatro y el cine,
sino también en el de expresiones estéticas, como la canción popular,
la danza o las artes plásticas, cuyos respectivos lenguajes no
estaban habitualmente vinculados en forma directa a la diégesis
autorreferencial.
Desde luego, no se trata aquí de negar -ni siquiera de poner en tela de juicio-
la importancia de la palabra en los espectáculos de narración
oral ni tampoco de cuestionar el profundo compromiso ético y estético
que ella implica. Aún queda mucho por reflexionar acerca de los aspectos ideológicos de la palabra
del narrador oral, de sus repertorios temáticos, de los procedimientos
dramatúrgicos más adecuados para reelaborar los textos literarios
propios y ajenos, para incorporar la tradición del relato popular
anónimo; como así también queda mucho por investigar acerca de
las estrategias interpretativas del narrador referidas a la relación
entre verbalización y corporalidad, entre escenario y platea;
es decir, aún queda mucho por estudiar a fin de poder explicar cómo y por qué
la
palabra, en boca del narrador oral, se vuelve medio de comunicación
y de encuentro afectivo, estimulando el placer de escuchar y ser
escuchado, despertando resonancias mágicas con las que el espectador-oyente
es capaz de recuperar sus imágenes interiores más primitivas y
remotas.
Por otra
parte, muy poco se ha investigado hasta el momento acerca de la
materialidad misma de la palabra proferida en escena. Es sabido
que con un adecuado manejo de timbres, tonos y alturas, la voz
construye personajes, diferenciándolos entre sí no sólo por su
sexo, edad y pertenencia social y cultural, sino también diferenciándolos
del narrador oral, quien -a diferencia del monologuista- suele
enmarcar su relato en tercera persona. La voz sugiere distancias
y proximidades, acumulaciones y carencias, aceleraciones y retardamientos
en el desarrollo de las acciones. El manejo de la voz establece,
asimismo, la seriedad o comicidad de la materia narrada, su carácter
paródico, los matices afectivos, las intencionalidades encubiertas
tras la evidencia exhibida en el nivel de los significantes verbales.
Por otra parte, sólo atendiendo a la materialidad de la voz es
posible adecuar el relato oral a los distintos medios de comunicación.
En la radiofonía, por ejemplo, los efectos de alejamiento, eco
o reverberación, los cambios en la intensidad vocal, reforzados
por los planos de encuadre y montaje que establecen los ruidos
y la música, pueden no sólo ayudar al oyente a caracterizar a
los personajes del relato, sino también sugerir variaciones temporales
y espaciales, estados de ánimo, niveles de ficcionalidad.
Pero estas
investigaciones aún pendientes acerca de la formalidad de la pronunciación,
la musicalidad, la espacialización de la frase, el espesor lúdico
del esquema melódico, la impostación forzada por las exigencias
del espacio físico, la codificación de los estados de ánimo que
se busca transmitir o las ineludibles imposiciones culturales
que modelizan dicciones y elecciones lexicales, sólo alcanzarán
resultados auténticamente reveladores si son capaces de tener
en cuenta la ineludible y significativa contrapartida de la palabra,
el silencio.
Del "Cuadrado
negro sobre fondo blanco" (1913) al "Cuadrado blanco
sobre fondo blanco" (1918), obras emblemáticas del suprematismo
de Kazimir Malevitch hasta los "4' 33" (1952) de John
Cage; desde la mudez reveladora del gesto desaforado de los pioneros
del cine a la silente densidad de ciertos films contemporáneos;
desde los fantasías visuales de la poesía caligramática hasta
la negación absoluta de la palabra escénica por parte de ciertos
textos del teatro absurdista como el célebre "Acte sans
paroles" beckettiano, la preocupación por el silencio y
por su correlativo visual, el blanco de la página y de la tela,
signaron las experimentaciones estéticas de las distintas tendencias
de las vanguardias históricas. A través de formas de expresión
inéditas se buscaba no sólo impugnar la ilusión de representación
y plasmar la utopía de una posible estetización de la realidad,
sino también revisar la relación entre el arte y los nuevos modos
de vida y de producción social y cultural del siglo que acaba
de concluir. Tal como señala Lisa Block de Behar, en uno de sus
siempre estimulantes trabajos críticos, el silencio ha sido una
de las preocupaciones fundamentales de la creación literaria actual,
dado que "la cultura contemporánea acusa (porque posee y
también porque se culpa) todos los excesos de la palabra; inconsistencias
de discursos logorreicos, vacíos ruidosos que pretenden por todos
los medios ocurrir en competencia contra el tiempo, con el tiempo,
como el tiempo; acontece una verbalización sucesiva, rigurosa,
permanente: el aturdimiento programado. Carencia y encarecimiento,
esta civilización de medios masivos ha prestigiado, a su pesar,
la eficiencia persuasiva y la fuerza de convicción del silencio" [2] .
Desde luego,
no se trata ahora de emular ingenuamente los proyectos ideológicos
que dieron sustento a las vanguardias históricas ni a las neovanguardias
de los 60 y 70, sino, mucho más módicamente, proponer, tanto en
lo que atañe al campo de las especulaciones teóricas, como al
de la práctica escénica de la narración oral, la necesidad de
profundizar la reflexión acerca de cuestiones referidas a la retórica
y a la pragmática de aquellos silencios que el narrador construye
con su discurso verbal y gestual y que el receptor es capaz de
descifrar y significar.
Cierto es
que así como el teatro recurrió muchas veces a la diégesis para
dar a conocer lo irrepresentable, lo obsceno, lo que el buen gusto
y las costumbres exigían que no se mostrara en escena, todo narrador
oral que ha reflexionado sobre su arte no ignora las posibilidades
expresivas del silencio como procedimiento apto para decir lo
indecible, para mostrar aquello sobre lo que pesan sanciones éticas
o estéticas.
Si la imposibilidad
de volver hacia atrás en el sintagma del discurso es específico
de la oralidad (y también lo es del relato cinematográfico), el
narrador debe esforzarse por graduar sabiamente ritmos y tonos
a fin de producir un silencio generador de climas, de matices
situles; debe vencer la tentación de pretender obturar el horror
vacui, esa suerte de angustia muchas veces (inadecuadamente)
asociada al silencio, por medio de una verborragia abrumadora
y narcotizante. Semejante efectismo expresivo transforma la palabra
en ruido, satura su capacidad comunicativa y propicia, indirectamente,
una escucha indiscriminada y acrítica que impide tomar distancia
con los estereotipos y los lugares comunes en los que se funda
el prejuicio, la intolerencia, la legitimación del estado de cosas,
la resistencia al cambio. Por lo tanto, sólo a partir del adecuado
empleo de estrategias generadoras del silencio estético, se le
permitirá al espectador colmar creativamente los espacios de indeterminación
del enunciado y de la enunciación.
Retomando
lineamientos teóricos de la estética de la recepción, y más especialmente
los de Wolfgang Iser, Umberto Eco insiste en el hecho de que todo
texto comprende blancos, vacíos, rupturas, es decir, silencios
que podrá descifar el lector - se refiere al Lector Modelo previsto
en el texto, no al lector empírico-, si comparte el diccionario
de base (el léxico de la lengua empleada) y si tiene la competencia
enciclopédica necesaria para reconocer, por un lado, los marcos
(frames) que aportan informaciones y que suelen ser comunes a
todos los miembros de la comunidad, y, por otro lado, las relaciones
intertextuales (géneros, motivos, secuencias, decorados, hechos,
clichés, estereotipos, etc.) que no son conocidas por todos, sino
que dependen del bagaje cultural de cada uno. De manera similar
a este proceso que Eco describe para la escritura, en su trabajo
dramatúrgico sobre el texto el narrador oral debe conjeturar el
proceso receptivo no solamente referido a las palabras, a las
secuencias, a la sintaxis, a la semántica, sino también al silencio,
como parte reelvante de los insoslayables mecanismos pragmáticos
que toda situación comunicativa pone en funcionamiento.
Al revalorizar
la palabra, el narrador oral revaloriza la propia lengua y por
ende, la propia identidad cultural. En ello radican los méritos
de un acertado ejercicio artístico. Sus desafíos, en cambio, son
muchos. Confiar en la capacidad de discernimiento del espectador
es, quizás, el mayor de esos desafíos, en la medida en que de
esa confianza depende la elección y el uso de los propios recursos
expresivos. En otras palabras, el desafío fundamental de los narradores
orales es el de confiar profundamente en las posibilidades éticas
y estéticas de un género sobre el que aún hay mucho por hacer
y mucho por teorizar, tanto en el nivel de la palabra como en
el del silencio.
Complicidad,
consentimiento, protesta, omisión, indiferencia, resignación,
incertidumbre, desaprobación, desconcierto, misterio, complot,
soledad, miedo: el silencio despliega en la vida social un semantismo
múltiple y complejo que involucra emociones, cogniciones y acciones.
En el arte del relato oral, el silencio puede y debe adquirir
una dimensión reveladora y productiva como espacio íntimo, como
instancia generadora de discursos, como apelación a la imaginación
y a la introspección, como estímulo para la lectura ulterior de
los textos narrados en escena.
Con guiño
borgesiano podríamos decir que tanto en la voz, en la sintaxis,
en la entonación como en el léxico, se cifra la identidad, se
revela un destino. Por qué no pensar, entonces, que en el mirífico
destello que supone decir sin palabras y escuchar lo que nunca
fue dicho tal vez se respondan preguntas del pasado, se elucide
el presente, se conjeture nuestro porvenir.