HACER TEATRO HOY. ARGENTINA

LA IMPOTENCIA DE LA ACCIÓN
Alejandro Robino

 

Estaba en medio de una clase de actuación para principiantes, explicando el concepto de acción dramática, cuando un alumno, desconfiando de que "tal cosa" fuera el sostén principal de nuestras construcciones escénicas arrojó el siguiente guante: si eso es cierto, el dialogo es ruidito. Este episodio fue el detonante que me llevó a escribir y poner en escena mi último espectáculo, "A Scenarium!"
Permítanme transcribirles la anécdota (de manera inexacta por el afán didáctico) para enmarcar lo sucedido de manera tal que permita una comprensión más amplia del suceso.
Robino: ...Entendemos como acción, la modificación del otro o del espacio, pero debemos distinguir entre acción dramática y acción física. La primera, es el gesto, el impulso primario, la segunda es una modificación del cuerpo que puede ser consecuencia de la primera...
Pablo: ¿Por ejemplo?
Robino: Alguien ruega de rodillas. Rogar es una acción dramática, arrodillarse es una acción física, en este caso causada la segunda por la primera...
María: Es lógico.
Robino: No lo es... Podría estar rogando y barriendo, con lo cual la acción física sería casi un automatismo neutro respecto de la acción dramática o podría estar rogando mientras encañona con una pistola, en este caso, la apariencia es paradójicamente contradictoria...
Fernando: Pero todo eso sale de lo que uno está diciendo.
Robino: Claro que no...lo importante es ver lo que el personaje hace, no lo que dice, porque las más de las veces, habrá contradicción entre el decir y el hacer... ¿Qué pasa? ¿No te convence?
Fernando: No...
Robino: ¿Por qué?
Fernando: Por qué si fuera así, las palabras solo serían ruiditos...
Robino: Y lo son... y lo son a la hora de construir un personaje si no logro desprender de ellas las acciones dramáticas contenidas.
Fernando: ¿Tan así?
Robino: Tan así...Sí.
Pablo: (En tono de broma y acicateándome) Entonces la próxima obra que escriba no se gaste en dialogarla.
(Risas)
Robino: Lo voy a tener en cuenta...
María: ...Pero ¿eso no sería una coreografía?
Robino: Explicate.
María: Una coreografía de acciones dramáticas en donde el actor tiene todo pautado.
Robino: Tal vez, pero no de acciones físicas sino de acciones dramáticas. En los lazzi de la comedia del Arte, se trabajaba de esa forma. De manera tal que el actor está sujeto al qué, pero tiene infinita libertad sobre el cómo.
María: Sí, pero en los lazzi eso era una base para la improvisación... Estaba lo más grueso de lo que tenían que hacer...
Robino: ¿Y?
María: Y que no salía la misma obra nunca...
Robino: El teatro es un arte perecedero, en donde jamás se reproduce la misma obra función tras función... Pero entiendo a qué cosa hacés referencia... En los Lazzi se enunciaban las acciones dramáticas rectoras y las mismas estaban enmarcadas en la circunstanciación ya dada de los personájes prototípicos de la comedia del arte. Pero si un autor decide describir con más minuciosidad -pensemos en "Acto sin palabras" de Beckett- entonces el actor tendrá la partitura necesaria.
Fernando: Pero el ejemplo que da, es precisamente sin palabras, pero cuando uno trabaja con las palabras no es lo mismo decir un párrafo de "Cyrano" que otro de la guía de teléfono.
Robino: a ver... Pongamos algunas cosas en claro. El texto es el pilar donde se asienta toda la construcción. Cuanto más bello mejor. Pero esa es una tarea que antecede al actor y al director quienes deben abocarse a poner de pie en tres dimensiones esa literatura, a través de las acciones dramáticas.
Fernando: Pero no da lo mismo "Ricardo III" que la guía de números de teléfonos.
Robino: A veces uno presencia montajes de "Ricardo III" en donde el texto aburre cual si fuera la guía de números de teléfonos.
(Risas)
Robino: No hay chiste ni ironía. Un buen texto es poner la valla más alta. Si el salto no es acorde, el resultado es catastrófico.
Fernando: ¿Quiere decir que podría escribir una obra que utilice la palabra como un ruido y por el sólo hecho de estar descriptas las acciones dramáticas detalladamente usted como autor sentiría que ha puesto en el papel todo lo suficiente como para sentirse representado por el actor?
Robino: Una obra es un sistema cerrado de producción de sentido. De modo tal que si me pusiera a escribir una obra a través de las acciones dramáticas, acciones físicas y circunstanciaciones, especificando el orden jerárquico, el diálogo sería irrelevante...
Fernando: ¿Quiere decir que si la hicieran en japonés se entendería igual?
Robino: Eso creo.
Fernando: Si eso es cierto, el dialogo es ruidito.
Robino: A los efectos que describí, sí.
Fernando: ¿Seguro?
Robino: Sí.

¿Sí? ¿Seguro que sí? La teoría aparentemente no me contradecía pero íntimamente no me convencían definitivamente mis propias argumentaciones, por lo que me fui de la clase rumiando la posibilidad de escribir una obra a partir de acciones dramáticas precisas, debidamente circunstanciadas que crearan un sistema cerrado de producción de sentido, que cuando los actores lo encarnasen, tuvieran la cantidad de elementos suficientes para reflejar aquella conmoción primera que me movía a escribir. Porque después de todo, la pregunta de mi alumno si bien sentí que respondí plenamente, abría paso a una segunda: ¿si el dramaturgo no ve reflejado su pensamiento en el escenario y su obra es simplemente un conjunto de provocaciones, ¿cuál es el estímulo que lo invita a crear?
Ninguno, me contesté rápidamente y acto seguido, empecé a pensar/incubar, la obra en ciernes.
En principio, decidí trabajar desde la idea hacia las imágenes. No siempre utilizo este sistema, pero me pareció apropiado ya que la necesidad que le daba origen, partía de un postulado intelectual. Por lo tanto, elegí un conflicto muy pequeño, con la intención de utilizarlo como célula temática. Esto me permitiría por un lado concentrarme más fácilmente en la acción y por el otro al reiterarse, debía operar en mí como catalizador, para averiguar que tenía ganas de expresar (Porque toda la técnica sucumbe ante un corazón mudo).
El conflicto que se me presentó casi conjuntamente con los personajes. Otto y Willy son dos fracasados artistas de circo o varieté, que se pelean porque ambos no quieren presentar el espectáculo estando ya sobre el escenario y pretenden que lo haga el otro. Era un comienzo. Sin embargo, si quería probar (¿probarme?) mis dichos, tenía que trabajar con una fórmula precisa. Por lo que decidí optar por la siguiente: Utilizaría por unidad dramática una acción dramática principal, una secundaria y una acción física rectora. Y permanentemente rodearía a las mismas de las siguientes siete preguntas sobre los personajes: 1. Quién soy. 2.Donde estoy. 3. De donde vengo. 4. Adónde voy. 5. ¿Qué quiero? 6. ¿Qué se me opone? 7. ¿Qué estoy dispuesto a hacer para lograrlo?
De este modo, comencé la escritura de las cinco primeras unidades. Entonces, decidí probar el material en el escenario. Convoqué a tal efecto a dos actores formados en mis talleres, pues asegurarme la comprensión recíproca del código de trabajo, me permitiría concentrarme en aquello primordial que era loa investigación. A tal efecto, llamé a Ezequiel Martelliti y a Andrés Carballido. Allí estábamos en nuestro primer ensayo. Les propuse que fueran conociendo el texto unidad por unidad para que no armasen ningún prejuicio (ni positivo no negativo) acerca de la totalidad de la obra y se ocuparan de llevar adelante las acciones sólo muñidos de las circunstanciaciones correspondientes.
Así empezamos el primer ensayo, explicando con cuidado las acciones dramáticas, físicas y circunstancias. El resultado era aterrador. Pensé que era cuestión de que transcurriensen los ensayos y se habituaran (nos habituáramos) a esta modalidad. Sin embargo, el paso del tiempo no me dio la razón. Lo producido era correcto pero distaba en mucho de ser conmovedor. Es decir, era una concatenación de acciones que no lograban transmitir de manera acabada lo que quería que ocurriese en la escena. ¿Tendría razón mi alumno y el diálogo a la hora de construir no es sólo ruido?
Hice una segunda prueba, dialogando las unidades. Volvimos a los ensayos, pero esos textos dichos junto a aquellas acciones, eran un Frankestein ajeno a los actores.
Entonces intenté una tercera variante: escribí un texto en el que el diálogo era sumamente elemental y decidí someterlo a la prueba sugerida (sin saberlo) de mi alumno. Les di el texto a los actores, les pedí que lo trabajasen para el ensayo siguiente y que memorizaran la letra (que por cierto a veces era sumamente procaz). Al día siguiente, después de los ejercicios de entrada en calor, les dije que comenzaran con las cinco unidades, que las hicieran de corrido y en un sinfín, es decir que al llegar al final siguieran con el principio como si la unidad 1 fuera la sexta.
Ah... y que dijeran el texto en japonés.
Sí, en el japonés que les saliera pero que quería la letra tal cual la había escrito. Ambos actores, cumplieron con la consigna por respeto, pero sin un gran convencimiento.
Las primeras pasadas eran desastrosas, ya que se interponía el "japonés" permanentemente en su actuación. Pero con el correr de los minutos, a medida que ese lenguaje de onomatopéyicos se iba afianzando, comenzaron a encontrar la dificultad de ser entendidos. Paré el ensayo y les agregué esta consigna: si no entienden al otro, paramos y volvemos a empezar. Así lo hicieron y la necesidad de que el contenido del lenguaje trasvasara su continente fonético hizo que la expresividad de las acciones fuera pura, genuina y de ese modo la producción de sentido que había escrito emergiera en el escenario.
Mal recordé algún escrito de Freud en el que explica que el niño llora después de agotar la acción de succionar la teta y no cuando le da hambre y pensé la posibilidad de trabajar la acción hasta agotarla, hasta la propia impotencia, como hecho liberador de la poesía. Pues si bien el albañil trabaja con ladrillos, lo que hace son paredes y permítanme la verdad de Perogrullo, un montón de ladrillos es a una pared lo que un montón de acciones dramáticas a la escena. No es suficiente con la cantidad numérica sino utilizarlos de la debida forma.
De manera intuitiva, supuse, pre-juzgué que la debida forma sería trabajar las acciones dramáticas llevándolas a cabo hasta el límite de sus posibilidades, límite que estaría dado por la circunstanciación propuesta.
Rapidamente el trabajo creció en emotividad y reescribí el texto de manera más visceral al amparo del "japonés escénico". Los resultados fueron positivos. Los actores guiados por un diálogo que colocaba a las acciones propuestas en permanentes situaciones límite, obligaba a un expresionismo que daba el vértigo necesario para que se produjera algo hasta allí ausente: la inexorabilidad de las acciones. Es decir que la acción 3 era sí y solo sí la más pertinente para suceder a la acción 2.
Encontrado el método, me dispuse a escribir la obra en su totalidad y una vez finiquitada, volvimos al escenario. Esta decisión me facilitó escindir mi doble rol de autor y director, lo que se tradujo en el trabajo, en episodios de gala esquizofrénica en que el director mandaba al autor a rescribir tal o cual escena.
Un día estrenamos.
Más allá de lo grato que es escuchar la aprobación del público en cada exclamación desde la platea, un hecho me llamó poderosamente la atención. Dos nenas pequeñitas, estaban en la platea junto con su abuelo. Una de ellas le preguntó a la otra qué había dicho el actor y ésta le respondió: Que por favor lo deje ver. El abuelo se acopló a la conversación y dijo: Que por favor lo deje ver la tele. La nena asintió y repitió. Sí, eso, que por favor lo dejen ver la tele y la otra exclamó: ¡Cierto!
Lo curioso es que el párrafo al que hacían alusión, decía lo siguiente: - Otto, por favor, déjeme ver la tele.
Habíamos roto el muro del "japonés". Funcionaba. Al término de la función, sometí a los amigos que habían ido al estreno (sobornándolos con vino y empanadas) al siguiente test. Les preguntaba texto en mano que les había parecido la escena en la cual Otto decía tal cosa o Willy le respondía tal otra. Nunca le mencionaba a mis cobayos alguna de las acciones sino simplemente algún párrafo. Para mi satisfacción, siempre volcaron sus opiniones sobre la unidad dramática a la que permanecía el bocadillo.
Más allá de la malintencionada lectura de quien quiera atribuir esta ratificación al buen vino tinto que bebimos, es para mí el hecho ratificatorio final que me permite responder con seguridad que a la hora de construir escénicamente una obra, el texto, es un ruidito. Bellísimo en algunos casos, pero desprovisto de la sustancia esencial de nuestra actividad.
Sin embargo, queda también explicitado que las acciones dramáticas son el medio y no el fin y que como aquellas imágenes que provienen de la forma hueca calada en una madera en donde creemos ver un árbol o una manzana, del mismo modo, por oquedad, nuestras acciones dramáticas producen el contorno de aquello que queremos transmitir y excede al lenguaje en sus posibilidades. Por ello si las acciones dramáticas no son llevadas a cabo hasta el límite permitido por su circunstanciación, el contorno es borroso, desdibujado, tal como sucedía en los primeros ensayos.
Este ejercicio no me llevó a una conclusión teórica innovadora sino a una ratificación de conceptos y a un nuevo ramillete de preguntas sobre las que sigo investigando.
No estuvo mal. No habré logrado conformar una construcción teórica pero sí un espectáculo que sigue en cartel. No es poca cosa. Tal vez a alguien le interese esta experiencia.