HACER TEATRO HOY. ESPAÑA
LA JOVEN DRAMATURGIA, OTRA VEZ
Gracia Morales
En agosto del año pasado, y
gracias a una ayuda concedida por la Junta de Andalucía, tuve la
oportunidad de realizar una estancia de casi un mes en Buenos Aires, bajo
el tutelaje del CELCIT.
Recuerdo la impresión maravillada que me causó ver la cartelera
teatral de esa ciudad: era difícil, muy difícil, elegir
entre la amplia variedad que se ofrecía. Pero, sobre todo, lo que
más me llamó la atención fue comprobar que, de los
más de cien espectáculos que se ofrecían, la mayor
parte estaban basados en textos recientes de dramaturgos argentinos. Comparando
esta situación con la vigencia que en España tiene la escritura
de nuestros autores "vivos", entendí que había
un enorme desequilibrio. El artículo que estoy escribiendo ahora
pretende ser un conjunto de reflexiones a partir de esa noción
inicial.
Empecemos por aportar algunos datos: mirando la cartelera de Buenos Aires
en un fin de semana de este mes de agosto (he consultado en www.alternativateatral.com),
contabilicé un centenar de espectáculos diarios, entre musicales,
trabajos de clown, tango, danza, teatro de sala, etc... Quedémonos
con aquellos que están basados en un texto teatral, con uno o varios
autores que lo firman: hay 56 espectáculos "de texto".
De ellos, 46 pertenecen a autores vivos, 40 argentinos y 6 extranjeros.
Los diez restantes pertenecen a lo que podríamos llamar "teatro
clásico": una pieza de Discépolo (el único "clásico"
argentino), el resto de autores como Lorca, Chejov, Brecht, Racine, Shakespeare,
Calderón de la Barca, un montaje basado en textos de Camus y otro
en cuentos de Emile Zola.
De todo esto se deduce que más del 70% de los montajes de texto
que pueden verse el domingo 15 de agosto en Buenos Aires, son creaciones
contemporáneas nacionales. Y se encuentran, claro está,
voces de varias generaciones: Tito Cossa, Griselda Gambaro o Eduardo Pavlosky,
como los "maestros" (que siguen escribiendo hoy día)
y un número muy amplio de autores más o menos jóvenes
(Arístides Vargas, Mauricio Kartun, Daniel Veronese, Rafael Spregerbuld,
Patricia Suárez, etc.)
Si comparamos esta situación con la que se da en España,
el panorama en nuestro país es desolador para la dramaturgia actual.
En la comparecencia de Jesús Campos, presidente de la Asociación
de Autores de Teatro en España, realizada el día 21 de octubre
de 2003, ante la Comisión de Artes Escénicas e Industrias
Culturales, este afirmó que, tras haber consultado la cartelera
de un fin de semana en Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao, de los 72
teatros en funcionamiento, solo 20 representaban obras de autores españoles
vivos. Es decir, "sólo el 27,7 por ciento, contra el 72,3
por ciento de repertorio nacional y extranjero."
Entiendo que las circunstancias sociales y culturales de Argentina y de
España son muy diferentes. Entiendo, por ejemplo, que el peso de
la tradición teatral no puede ser la misma en un país cuya
identidad nacional comienza a formarse en el siglo XIX que en España,
donde contamos, sobre todo, con el teatro del Siglo de Oro, una riqueza
a la que no se debe renunciar. Pero, ¿a costa de qué? ¿A
costa de no desarrollar plenamente nuestra actualidad?
Recuerdo ahora un comentario de Julio Cortázar: "Cuando uno
habla con un francés medio, ve que está perfectamente seguro
de sí mismo, intelectualmente. Y es porque tiene a su espalda al
abuelito Pascal, al abuelito Descartes, al abuelito Montaigne. Si para
ese francés todo está resuelto, nosotros, los argentinos
no tenemos eso [...] Y eso que aparentemente es una desventaja de argentinos
y uruguayos, en el caso de Rayuela trata de volverse un arma positiva:
utilizar esa falta de continuidad, de certidumbre cultural, para tratar
de moverse en terrenos nuevos. Nosotros tenemos la necesidad y la posibilidad
de explorar." Esa falta de un "certidumbre" ha producido,
en Argentina, una de las literaturas más ricas en el siglo XX,
desarrollando todos los géneros, incluido el dramático.
Los escritores argentinos (y también los hispanoamericanos) se
han visto obligados a crear desde el riesgo, desde la más rigorosa
actualidad, desde el vacío, desde la sensación de no tener
nada que perder.
No quiero detenerme a discutir todas las causas de esta presencia cotidiana
y activa del teatro en Buenos Aires, sino que prefiero sopesar las consecuencias.
Lo cierto es que, actualmente, los jóvenes dramaturgos argentinos
saben que su trabajo llega realmente al público. Producen un teatro
vivo, siempre renovándose, sin preocuparse tanto de cuánto
de todo este material creativo terminará sobreviviendo dentro de
cincuenta o cien años.
En España, en cambio, nunca acabamos de salir de la famosa crisis
de la dramaturgia. Los autores más jóvenes, en el mejor
de los casos, vemos cómo nuestras obras son montadas por grupos
amateur o por compañías profesionales, siempre modestas,
de las que solemos ser cofundadores. Y esos trabajos tienen un único
circuito: el de las salas alternativas. Como afirma Ernesto Caballero,
"el teatro público, salvo en el caso de trayectorias ya consagradas,
se ha desentendido de la dramaturgia española actual (no es el
caso de Cataluña). Han sido y son las salas alternativas las que
han apostado por los autores vivos. Esto ha supuesto una engañosa
identificación entre teatro contemporáneo y teatro experimental
que no siempre se corresponde con la realidad."
Conozco valiosos textos de compañeros y compañeras que siguen
en silencio, a la espera de un grupo que decida "arriegarse".
Creo que aquí radica la mayor diferencia entre la producción
teatral argentina y la española: en Argentina, montar a dramaturgos
vivos y nacionales se entiende como una necesidad; en España, esa
misma opción lo que implica es un riesgo. ¿Por qué
montar a un autor joven como Antonio H. Centeno, como Dámaris Matos,
como Itziar Pascual, como Pilar Campos, como Juan Alberto Salvatierra,
cuando puedo escoger a Calderón de la Barca, a Lope de Vega, a
Shakespeare o a Ibsen? Se podrá criticar una adaptación
de Fuenteovejuna o su puesta en escena, pero el texto es ya un clásico,
y como tal, es incuestionable; el riesgo que se asume, por tanto, llevando
a escena a un escritor no-consagrado es mayor.
Siempre lo mismo, los jóvenes autores quejándose, otra vez.
Sí, tenemos que quejarnos, porque es posible otra vivencia del
teatro. Buenos Aires es la prueba de que se puede (y se debe) mantener
una dramaturgia que respira, que se renueva y que es entendida como un
valor cultural del que sentirse orgulloso.
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