LA ESCENA IBEROAMERICANA. URUGUAY

ATAHUALPA DEL CIOPPO: LAS LUCES DEL SIGLO XX
Jorge Pignataro Calero

 

Poco le faltó, apenas una década, para haber vivido un siglo. Aunque si "veinte años no es nada" según reza el verso tanguero de Alfredo Le Pera, mucho menos son los diez que le faltaron
a Atahualpa del Cioppo para alcanzar la centuria de vida. Pero su jerarquía intelectual, su ardor de infatigable luchador, su profundo concepto de la cultura, y su proyección en el ámbito teatral no solo uruguayo sino también latinoamericano son de tal envergadura y alcance, que para muchos todavía está vivo y ha sobrepasado el centenario.
Nacido como Américo Celestino Del Cioppo Fogliacco el 23 de febrero de 1904 en la ciudad de Canelones, la difundida y malentendida incompatibilidad entre la condición de destacado jugador de fútbol y la natural inclinación a la poesía y el arte le llevaron desde su adolescencia a adoptar el nombre artístico de Atahualpa para firmar sus precoces poemas, el que ya no abandonaría y con el que se le ha conocido en todos los medios artísticos que frecuentó. Pero desde muy niño concurría al teatro; en su adolescencia integró un elenco parroquial; y muy tempranamente llegó a intentar la crítica teatral. Para entonces (1930) ya había escrito una obra nunca representada ("El gaucho") con música de Vicente Ascone, y publicado su poemario "Rumor" que el Ministerio de Instrucción Pública le premió en el Concurso del Centenario de la Constitución. Ya mayor cursó estudios de derecho inconclusos y obtuvo un empleo bancario que años más tarde perdería por motivos políticos.
Dispuesto a poner en práctica y llevar adelante la concepción teórica del teatro que poco a poco y a la luz de sucesivas experiencias enriquecedoras y profusas lecturas se iba conformando en su fuero íntimo, y junto con su primera esposa Ofelia Naveira que tenía un programa radial llamado "La isla de los niños", Del Cioppo creó en 1936 el grupo teatral del mismo nombre como forma de "empezar por el principio". Es decir, aproximarse a la sensibilidad infantil con la necesaria y prudente cautela y, a la vez, atender a la formación de futuros espectadores adultos, recorriendo todas las instancias etarias previas (adolescencia y edad liceal, juventud a nivel universitario), en una forma de política cultural que aun hoy se sigue aplicando, por ejemplo, en los planes de extensión de El Galpón.
Allí estrenó en 1946 "La negra Jesusa", su única pieza conservada, aunque hubo otras ("Lo que enseña la vida en la sala de clase", "El casamiento de Agapito", "Llegaron los Reyes Magos", todas para niños, obviamente), que se alternaron con obras de Juan José Severino y Montiel Ballesteros, reconocidos especialistas del género en esa época. El mismo año el grupo pasó a llamarse simplemente La Isla estrenando en el SODRE "Mirandolina", de Goldoni, y "El regreso de Ulises", de nuestro Carlos Denis Molina, títulos que ampliaron el alcance de su labor escénica al público adulto y a la promoción del autor nacional. Tres años más tarde la fusión de La Isla con una parte escindida del Teatro del Pueblo (pionero del teatro independiente uruguayo fundado en 1937 por Manuel Domínguez Santamaría y otros), dio nacimiento el 2 de setiembre de 1949 a la Institución Teatral El Galpón.
A partir de entonces la labor de Atahualpa como director, docente, teórico y viajero infatigable se intensificó y multiplicó dentro y fuera de Uruguay. Aquí dirigió a la Comedia Nacional (1957, "El jardín de los cerezos", de Chejov) y a Club de Teatro (1964, "Diario de un pillastre", de Ostrovski), además de sus no muy abundantes pero siempre memorables puestas con El Galpón que incluyeron a grandes nombres del teatro universal ("Así en la tierra como en el cielo", de Fritz Hochwalder; "Las brujas de Salem", de Miller; "Las tres hermanas", de Chejov; "Los bajos fondos", de Gorki; "El enemigo del pueblo", de Ibsen/Miller; "Andorra", de Max Frisch; "Así es si os parece", de Pirandello; "Los testimonios", de Peter Weiss; y "Julio César", de Shakespeare); difundieron y revisaron autores nacionales ("Confusión", de Julio Barreiro; "Barranca abajo", de F. Sánchez; "El león ciego", de Herrera; "Pedro y el capitán", de Benedetti); y divulgaron autores iberoamericanos ("La isla desierta", de R. Arlt; "Ellos no usan smoking", de G. Guarnieri; "Juan Moreira", de E. Gutiérrez; "El gesticulador", de R.Usigli); y casi al final de su vida (1991), en La Gaviota, "El santo de fuego", del guatemalteco Mario Monteforte Toledo. Pero sobre todo, porque introdujo y difundió masivamente a Bertolt Brecht, que junto con Walter Benjamín, Romain Rolland, Michel Vinaver y otros autores, pensadores y teóricos constituyeron para él las luces del siglo XX.
Mientras tanto, al par que sus concepciones teóricas se iban consolidando, su prestigio continental crecía sostenidamente. Si la lista de obras dirigidas por Atahualpa en Uruguay no fue -como se dijo antes- tan abundante como podía suponerse en tan dilatada carrera, se debió a que era constantemente requerido desde otros países, ya invitado a festivales (Cuba, Manizales, Bogotá, Caracas, Berlín), o contratado para dirigir y enseñar (Lima, Perú; y Concepción, Chile, donde pasó largos períodos; la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid; y los teatros La Máscara e IFT de Buenos Aires). Sin olvidar el prolongado exilio mexicano que había iniciado en Costa Rica (donde dirigió a la Compañía Nacional), y extendió a Nicaragua y Quito. En Colombia trabó amistad con Enrique Buenaventura, otro teórico teatral gran impulsor de la técnica dramatúrgica de creación colectiva, a cuyas propuestas adhirió entusiastamente dirigiendo allí sus obras "La orgía" y "La maestra".
Paralelamente se multiplicaban las distinciones y los reconocimientos. Ya en 1959 su versión de "El círculo de tiza caucasiano", de Brecht recibió en Buenos Aires el premio Talía que otorgaba anualmente el semanario del mismo nombre que emitían por Radio Municipal un grupo de exigentes críticos argentinos dirigidos por Emilio Stevanovitch e integrado entre otros por Luis Ordaz y Antonio Rodríguez de Anca. En 1967, el entonces Círculo de la Crítica de Montevideo que cinco años antes había instituido los premios Florencio anuales, creó el Gran Premio Nacional Cyro Scoseria, trienal, con el propósito de distinguir a destacadas personalidades del teatro nacional, y cuyos primeros adjudicatarios ese año fueron Del Cioppo y Antonio Larreta. En 1978, el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT), le otorgó el premio Ollantay "por su labor permanente y su contribución al desarrollo del arte escénico en América Latina".
En 1984, con motivo de su octogésimo cumpleaños, la ciudad de La Habana le dedicó su Festival y la medalla Haydée Santamaría; y en 1991 el gobierno de Chile le otorgó la medalla Gabriela Mistral "por su tesón en la conjunción de la belleza, la justicia y la verdad". Convocado a menudo para integrar jurados, en el Festival Universitario de Manizales (Colombia) compartió esa responsabilidad con Pablo Neruda y Miguel Angel Asturias, entre otros. En 1994, los teatros El Galpón y Circular celebraron sus respectivos 45º y 40º aniversarios organizando conjuntamente un concurso de obras teatrales para niños al que dieron su nombre en reconocimiento a su temprana y ya citada preocupación por los niños y los jóvenes. El 26 de octubre de 1995 El Galpón inauguró una segunda sala en su sede, a la que denominó Atahualpa, estando en trámite darle su nombre al teatro Politeama de su natal Canelones. Y desde poco tiempo atrás el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz (España), ha establecido un premio anual con su nombre.
Pero como suele ocurrir con las figuras relevantes, no faltó el costado ingrato cuando la fundación Memorial de América Latina (San Pablo, Brasil) le otorgó un suculento premio que levantó controversias cuyos ecos aún perduran; al tiempo que el rechazo por la asamblea de El Galpón de su proyecto de poner en escena "El santo de fuego" del guatemalteco Monteforte (sobre el defensor de los indígenas americanos Fray Bartolomé de las Casas en la época colonial) le disgustó hasta tal punto que en un encuentro casual, poniéndonos una de sus largas y finas manos sobre un hombro, nos pidió que no vinculáramos más su nombre con aquella institución. Vana advertencia, pues hoy cabe preguntarse si es posible hablar de Atahualpa sin mencionar a El Galpón y recíprocamente.
Una de las instancias más significativas del predicamento alcanzado por Atahualpa Del Cioppo a nivel local se dio en dos momentos: el primero cuando, antes de regresar del exilio, El Galpón se acercó al Uruguay presentando en el Teatro Municipal Gral. San Martín de Buenos Aires la obra de Rubén Yáñez y Milton Schinca "Artigas, general del pueblo" que codirigió con César Campodónico, originándose un emotivo e inolvidable reencuentro con multitud de artistas y amigos uruguayos que viajaron expresamente. El segundo ocurrió al regreso, meses más tarde, y fue sencillamente apoteótico.
Predicamento y distinciones que no son sino manifestaciones exteriores y frutos consecuentes de una postura intelectual y una actitud creadora sobre las cuales, lamentablemente, Atahualpa escribió muy poco en relación a lo que significó y lo que hizo, pues decía: "Yo pertenezco a la tradición oral", como lo recuerda y destaca uno de sus más allegados y consecuentes seguidores y colaboradores, Rubén Yáñez. Quien procurando, "centrarse en tres de sus cardinales "oralidades" (que no fueron sonidos, sino vida y conducta, entonces compartidas)", agrega: "La primera, cuando decía : "El teatro es la universidad del Hombre", en tanto instrumento de permanente humanización', y no de mero recurso decorador del ocio (para quien puede darse el lujo de tenerlo)."
"La segunda, cuando decía: "Fuimos brechtianos, sin saberlo", cuando el nacimiento y desarrollo de nuestro nuevo teatro en los años 40 se caracterizó por tomar a la población, no como mero "consumidor" del "mercado teatral", sino como base social de un teatro en la que esa población se sintiera, no sólo expresada, sino también instrumentada para apropiarse de su historia y ponerla a su servicio. Los textos de Brecht sobre esta humanizadora estrategia de la cultura, aún no habían llegado a nuestra tierra."
"La tercera, cuando decía: "El hombre está más defendido en su cuerpo que en su alma; porque cuando no comemos, el cuerpo nos avisa de su necesidad, pero cuando grandes legiones de la humanidad viven y mueren sin haber recibido el "alimento" de los Mozart, los Leonardo o los Cervantes, no hay nada en su alma que se los avise". Esto no sólo habla de la imprescindible cualidad humanizadora del teatro, sino de su responsabilidad de acceso a todo reducto de humanidad."
Tantas y tan variadas distinciones -de las que hemos dado apenas un pequeño muestrario- no mellaron su tierna y cálida manera de relacionarse ni mucho menos su proverbial sencillez y modestia que alimentó un copioso anecdotario, del cual se recuerda a menudo la frase que repetía cada vez que se le saludaba llamándole "maestro": "¡Más maestro será Ud.!" Y que se puso de manifiesto una vez más poco antes de su fallecimiento, en 1993, ya prácticamente retirado, al difundirse la noticia de que el joven y laureado director Sergio Blanco Ayestarán (a la sazón con 22 años de edad) preparaba una versión de "La gaviota" de Chejov con Del Cioppo como ayudante de dirección, éste comentó: "A mi edad, todavía tengo algo que aprender de los jóvenes". Es muy conocida, además, su recatada actitud cuando algún espectáculo no le conformaba: juntando los índices de ambas manos se los llevaba a la boca limitándose a comentar: "Y... es una experiencia interesante...".
Existen numerosos testimonios personales, entrevistas, notas periodísticas, discursos fragmentariamente registrados, apuntes no siempre prolijamente recogidos de alumnos sin embargo devotos, y otros elementos cuya junción en libro está por hacerse -nos consta que ha habido intentos- y que obraría en defecto del "corpus" teórico que Atahualpa nunca llegó a redactar, pese a haber declarado reiteradamente que proyectaba hacerlo y estaba reuniendo materiales. En ellos esplende la coherencia sistemática de su pensamiento, particularmente cuando apunta al profesionalismo en el teatro, a su carácter popular, a la especial atención a los jóvenes, y a la defensa de los intereses populares, entre otros aspectos de su preocupación social. No es por azar que uno de los primeros títulos que puso en escena, en 1936, fue "Que se acaben los pobres del mundo", de Juan José Severino; y que medio siglo más tarde, en 1988, respondía a la periodista argentina Marina Pianca (directora de la famosa revista Diógenes, Anuario Crítico del Teatro Latinoamericano), citando a García Lorca: "Nadie se puede imaginar la explosión espiritual que va a estallar el día que el hambre desaparezca... la inmensa alegría que estallará el día de la gran revolución, cuando se acabe con el hambre."
Tampoco es casual que blasonara de haber dedicado diecisiete años de su vida a hacer teatro con niños, hasta que descubrió a Brecht y lo introdujo en el teatro uruguayo a fines de la década del '50, estrenando sucesivamente "La ópera de tres centavos" y "El círculo de tiza caucasiano". Fue un punto de inflexión en la trayectoria y la técnica directriz de Atahualpa, según explicaba muy bien el crítico y director teatral Gustavo Adolfo Ruegger, quien desde su infancia había integrado "La isla de los niños" y, por consiguiente, lo conoció muy bien en esa etapa precursora: "Su preocupación por el detalle, su cuidado del tono y del ritmo para cada escena, su trabajo sobre el elenco y su concepción del espectáculo todo se traducían en una asombrosa paciencia para repetir una indicación todas las veces que fuera necesaria; en su preocupación por cada personaje que lo llevaba a la labor individual con el intérprete; en su claridad de conceptos para justificar siempre el movimiento escénico que había marcado. Condiciones todas explicables por sus antecedentes y su experiencia de dirigir niños, de crear intérpretes y espectáculos partiendo casi de la nada, en un aprendizaje con materia nueva y dúctil donde ejercitó la paciencia, la claridad, la psicología, consiguiendo del niño la sinceridad haciéndole vivir el sueño del poeta, logrando que el niño juguetón se transformara en actor."
Cuando Atahualpa debió cambiar de material humano y entenderse con adultos, sus métodos no cambiaron: siguió pidiendo primero la comprensión exhaustiva y luego la encarnación del personaje. Para lograr que un actor "entrara" en ese mundo tan difícil que es "lo que el autor quiso decir", Del Cioppo no titubeó en pasar horas con él alrededor de una mesa de café uniendo sus manos, su cuerpo, su cabeza patriarcal en un solo movimiento que pintara a ese personaje mientras su voz lo expresaba. "Hubo una continuidad", sigue explicando Ruegger, "entre la necesidad sociológica que se propuso Atahualpa desde sus comienzos con "La isla de los niños" de acercar el arte al niño, hacerlo soñar y divertirse con el teatro manteniendo pura el alma infantil al final de la experiencia; y la posterior puesta en escena de obras para adultos que le otorgaban la posibilidad de dejar en su público ocasional algo más que un par de horas de entretenimiento, ayudando a los actores para que se produzca en el público la meditación posterior que perseguía el autor."
En todos estos sentidos y a mayor abundamiento, es ilustrativo el relato de Walter Acosta -autor y director de "Meyerhold. En el fondo de un pozo vacío", reciente estreno de la Comedia Nacional-, quien evocaba un ensayo de "El círculo de tiza caucasiano" de Brecht, en 1959, con El Galpón dirigido por Atahualpa: "Este es uno de los momentos más importantes de la obra, me decía, por mi pequeña escena del viejo lechero, un personaje por el cual yo sentía mucha simpatía. Tarde o temprano el maestro siempre nos decía a todos la misma cosa y a nosotros como actores nos hacía mucho bien creerle. "Es usted quien debe mostrarnos a ese patético personaje convertido en lobo por la guerra y la miseria. Usted no puede ser demasiado bueno con la fregona que le pide leche para el niño ajeno. Ni tampoco puede ser demasiado generoso con su mercadería porque de ella depende su propia vida, ¿no le parece? Y aunque la fregona termine por darle un par de monedas de cobre... usted tiene que morderlas -¡morderlas bien, me entiende!- para asegurarse de que son de buen metal antes de darle una escasa medida de leche y cometer así usted mismo una pequeña y vergonzosa estafa. Es usted quien tiene que hacernos comprender que su personaje es tan víctima de la guerra como la pobre fregona, porque si creyéramos que se trata simplemente de un vulgar Harpagón, de un miserable explotador, estaríamos cayendo en un grave error sobre la condición humana sometida a las circunstancias históricas que modifican su conducta, ¿me entiende, Acosta? Ni blanco ni negro sino una mezcla de ambas cosas. El viejo lechero y la fregona obligada a actuar como madre viven en tiempos donde la caridad y la solidaridad no existen. ¡Y pasará mucho tiempo antes de que las víctimas se unan para defenderse juntos contra el enemigo común. Para eso también estamos haciendo la obra de Brecht en El Galpón, ¿me entiende, Acosta?"
El relato se ubica en las postrimerías de la década del '50, cuando arreciaba la ola vanguardista del teatro del absurdo, pero Atahualpa veía el absurdo instalado en la vida y la necesidad de cambiarla para que no pervierta la condición humana, lo cual no constituye solo un problema de forma -que es lo que distingue al arte de otro tipo de manifestación intelectual- sino de esencia. Para abordar la cuidadosa y fina tarea de darle a la forma un tratamiento que la integre al contenido, invocaba a Brecht y lanzaba sus "Propuestas estéticas para cambios históricos" en una sucinta nota publicada en la Revista del Sur en 1988. Partiendo del postulado brechtiano de que "la lucha contra el formalismo debe dirigirse tanto contra el predominio de la forma como contra su liquidación", Atahualpa proponía "recurrir a la sensibilidad para compartir las emociones humanas, y a la ideología como factor de conocimiento y de coraje para descubrir la verdad, aceptarla, y pugnar por revelársela a aquellos que aun permanecen temerosos y alienados." Es decir, aclara, "encarar un teatro que haga su propuesta estética para un cambio histórico de liberación", que creyó advertir en los grupos más evolucionados del movimiento teatral uruguayo.
Se extraña, en una figura tan brechtiana como Atahualpa Del Cioppo, un equivalente al "Pequeño Organon" de su mentor germano; y como se dijo al comienzo de esta nota, las citas sustitutivas podrían multiplicarse; pero tal vez baste con una que a modo de síntesis de su pensamiento le arrancó María Esther Gilio en la edición de Brecha del 27 de setiembre de 1991: "Hay tres principios que son los que tuve en cuenta y que son en realidad los que tuvo y tiene aún hoy en cuenta el teatro independiente. Primero la más rica forma artística, o sea la de mayor y mejor calidad posible. El pueblo merece el mejor alimento espiritual y eso hay que darle. Segundo, que su contenido sea humanista, y tercero, que lo ofrecido tenga un claro sentido histórico y de manera clara proponga la justicia."
Pero su metodología y estilo de trabajo, rigurosamente congruente con sus propuestas escénicas que arrojan miradas sobre la problemática latinoamericana o que profundizan su visión humana en general con variables dosis de humor, ternura, dolor o sentido protestatario, son, esencialmente, de cuño brechtiano; y forman legión quienes se reconocen discípulos de Atahualpa Del Cioppo, aún aquellos que no hayan pasado por El Galpón. Quiso el destino que el Maestro falleciera un 2 de octubre, aniversario de la Comedia Nacional; hacía diez años que soportaba un cáncer de próstata al que -según él mismo decía tocándose la frente- combatía con el pensamiento. Fue en 1993 en La Habana, adonde había viajado especialmente invitado; y sus restos fueron velados en el Teatro Solís.