ESPECTÁCULOS
EN EL CELCIT
Una agradable música se mezcla con un tenue sonido de viento y la presencia de las actrices, de espaldas al público, sentadas sobre sus valijas, sin mirarse entre ellas y esperando silenciosas vaya a saberse qué cosa, resulta perturbadora. Pasados unos minutos en los que permanecen de ese modo, las mujeres se lanzan al diálogo con palabras melodiosas y hablan de un hombre que duerme e intenta olvidar algo. La memoria, el olvido y la espera son los ejes temáticos de "Donde el viento hace buñuelos", la obra del argentino Arístides Vargas que, bajo la dirección de Carlos Ianni, acaba de estrenarse en el CELCIT. Beatriz Dellacasa y Teresita Galimany se ponen en la piel de dos seres muy tiernos que viven, a los ojos del espectador, distintos tiempos en forma desordenada. Son los recuerdos los que sin pedir permiso van entrando en las vivencias de Catalina y Miranda. La obra comienza en penumbras y son sus amores y sus dolores los que van encontrando la luz en la memoria y saliendo de la oscuridad para ser compartidos entre amigas. Frases tan simples como "Yo era chica y mi padre era joven" o "Cada momento de la vida sucede una sola vez", resultan, en el marco de una pieza de enorme calidez, más que obviedades o lugares comunes, conmovedoras. Las palabras cobran una dimensión superior en boca de estos dos personajes sensibles que sufren, entre otros males, el exilio. Al recordar, las actrices componen a Catalina y a Miranda en otros momentos de sus vidas —cuando eran niñas o adolescentes—, haciendo retrospecciones, y también a otros personajes que formaron parte de sus historias. Alternan narración y representación de situaciones. Por ejemplo, Galimany, títere en mano, hace la voz de Buñuelo, "el perro de Luis Buñuel", que ve la vida en blanco y negro, como las películas de Buñuel. Conocido como "el perro andaluz", fue dejado bajo los cuidados de la niña Miranda. Y Galimany recrea la voz del perro con mucha gracia. A través de las apariciones de los personajes del pasado, se recrea el vínculo madre-hija, directora-alumna, entre otros. Y se descubre el trato autoritario que estas dos mujeres exiliadas padecieron por parte de sus mayores. "Donde el viento hace buñuelos" tiene un argumento sencillo, pero lleno de poesía. Abunda en metáforas, como: "El sol es una escupida de oro en el cielo". Y algunas expresiones tienen visos de realismo mágico. Las actrices se lucen en sus composiciones, volviendo creíbles y queribles a sus criaturas, seres expulsados, desprotegidos y nostálgicos. La dirección logró un buen aprovechamiento del espacio escénico, del potencial de las actrices y de los recursos —de las valijas, único equipaje de cada una, sacan los más diversos elementos en el medio de un escenario despojado—. También hay momentos mágicos, como la escena de las "mujeres-atletas", que corren todo el tiempo y hacia todas partes, sin llegar demasia do lejos. "Yo soy una mujer partida", dice Catalina cerca del final. Y estas dos mujeres partidas en distintos personajes y en distintos tiempos, que extrañan a su tierra y a sus seres queridos, al no poder echar raíces en su patria, lo hacen en la amistad, único bálsamo posible para ellas.
Clarín. 17 de mayo
de 2004 |