ARGENTINA. Los mansos
Por Alejandro Tantanian
1.
"Los mansos" es un espectáculo que da cuenta de ciertos procedimientos narrativos presentes en la obra de Fedor Dostoyevski: la polifonía, el doble, la autobiografía como cantera para la producción de ficción. Estos y otros motores son los que ponen en funcionamiento el mecanismo teatral de "Los mansos".
Cuando en un escenario alguien dice “yo” se está nombrando a sí mismo, de esta forma se constituye en sujeto e inmediatamente un discurso toma forma.
¿Pero qué es este “yo”?
Dostoyevski trabajó en la construcción de varios “yos”: su preocupación era “el otro”; en sus novelas él encarnó ideas en los cuerpos: todos estos cuerpos se autodenominaron “yo”.
Una de las ideas de "Los mansos" es penetrar este concepto para entender cuáles son los límites del “yo” en el teatro. ¿Qué se dice cuando se dice yo? ¿Qué construye ese yo cuando se enuncia en escena? ¿Cuáles son los límites de ese yo?
Si a estos interrogantes, le sumamos la autobiografía como el espacio de producción de ficción, tendremos frente a nosotros el material que conforma el núcleo de "Los mansos".
Rodeando este núcleo se encuentra una historia: la de Myshkin, Rogojin y Nastasia. Estos tres personajes pertenecen al universo de Dostoyevski, forman parte de su novela "El idiota". Y es de esta novela de la que se sirve "Los mansos" para el armado narrativo del espectáculo. No se trata aquí de una improbable adaptación de la obra de Dostoyevski, sino del uso de ciertas zonas narrativas de la novela para encauzar el relato dramático. En "Los mansos" lo que cuenta es la historia de estos tres personajes sobre la trama de la propia biografía: nos valemos de la zozobra emocional de Rogojin, el hieratismo de Myshkin o los saltos al vacío de Nastasia para poder hablar de nosotros.
La historia de mi familia forma parte del entramado de este espectáculo. Y la biografía (propia y de los actores) son el hilo invisible que une las cuentas del collar. Así, entonces, "Los mansos".
2.
Dostoyevski no eligió el teatro. Cabe preguntarse por qué. Tal vez en su época el teatro no fuera bien visto o tal vez el auge de la novela puedo haber eclipsado -en la Rusia de comienzos de siglo- el poderío de la escena: esa escena que supo después brindar los trabajos de Chejov, o los de Stanislavsky y Meyerhold, o los de Vajtangov y Gorki: el teatro se preparaba para recibir a sus nuevos apóstoles. La novela, entonces, despedía a los suyos. Dostoyevski es –tal vez– el más enorme de los apóstoles de la novela. Y es desde ese espacio que crea uno de los géneros más radicales: la novela polifónica (Bajtin dixit). Dostoyevski es a la novela lo que Shakespeare al teatro. El autor pareciera disolverse entre infinitos sujetos, su discurso se eclipsa –luminoso- en las conciencias que deambulan en sus obras: es por esto que –entre otros motivos- uno pueda sentirse tentado de ver en Dostoyevski a un autor de teatro: nada más errado: Dostoyevski no es un autor teatral: hubiera escrito teatro si hubiese creído que aquella podía ser la mejor manera de decir lo propio. Dostoyevski escribe novelas en las que hay cuerpos, cuerpos atravesados por ideas, ideas que tienen la violencia de un corazón estallado y la certeza de una herida. Las novelas de Dostoyevski son árboles de voces, son cuerpos en torsión, son almas que buscan ansiosamente la salida del laberinto. Toda esa comedia humana, todas la vertientes de pensamiento, en fin: todas aquellas ideas y todos aquellos cuerpos forman parte de una de las enciclopedias más poderosas de Occidente: Dostoyevski. En él pareciera resumirse (como en un aleph -que es otra forma de la enciclopedia) todo el pensamiento del futuro siglo. Dostoyevski nos habla a nosotros y ese nosotros tiene el cuerpo de la humanidad presente y de la humanidad futura. Pensar en Dostoyevski como en un autor de teatro es caer en la trampa de creer que sus novelas son un entramado de anécdotas, una serie de peripecias fácilmente trasladables a la escena: no. En Dostoyevski la anécdota es un estertor, es un espacio de luz que une dos oscuridades: las oscuridades son las almas de esos cuerpos que él pone a batallar sobre la escena de sus novelas.
3.
Dostoyevski era epiléptico y concebía la literatura (y la vida -que en él son la misma y exacta cosa) como si se tratara de un cuerpo arrasado por la epilepsia: la epilepsia es la respuesta a la belleza, es la descarga eléctrica de un cuerpo frente a las certezas y frente a lo inefable y frente a lo inabarcable. La escritura de Dostoyevski es epiléptica. La calma es sólo el espacio entre dos crisis, y esa misma calma guarda dentro suyo el dolor de la crisis pasada y el peligro de la futura. La escritura de Dostoyevski es una superficie áspera que se resiente frente al tacto y se repliega buscando el centro que está muchas veces ligado a la religión. Su religión era la de Cristo o la de la búsqueda de Cristo: en Cristo, Dostoyevski encontró el signo de la verdad irrefutable. Nada había en Cristo que lo desviase de la verdad; pero para llegar a aquella certeza Dostoyevski supo preguntarse casi todo acerca de la naturaleza de ese hombre devenido en emblema del sufrimiento. Dostoyevski supo llegar a la esencia de ese Cristo que es –también- el Cristo de Tarkovski y aquel que plasmó Rubliov en sus iconos, el que atrapó a Tolstoi en sus últimos años y el que supieron negar -como buenos discípulos- Gorki y Meyerhold: aquel Cristo que Dostoyevski descubrió en la tela de Holbein en un museo de Basilea, aquel mismo Cristo que lo llevó a escribir –sobre el exacto fin de su existencia- aquella parábola enorme y definitiva que es "La leyenda del Gran Inquisidor". Aquella compañía, aquella obsesión atravesó su obra de comienzo a fin y sirvió para que sus detractores lo tildaran de reaccionario o eslavófilo (en los tiempos en donde aquellas peleas entre occidentalistas y eslavófilos llevaban a ciertos hombres a ser pasados por las armas: Dostoyevski formó parte –siendo muy joven- de un grupo de occidentalistas y su destino fue un pelotón de fusilamiento del que lo supo arrancar, sobre el momento final, un edicto perverso del zar que condonaba aquella pena intercambiándola por cuatro años de trabajos forzados en Siberia). Pero lo cierto es que aquel camino que llevó a Dostoyevski a pensar Cristo (como lo expresa un inexorable libro de Joseph Beuys) fue el motor de sus grandes creaciones, el fluido invisible que atraviesa esos cuerpos heridos y atormentados que él entrevio entre ideas y cicatrices; Cristo es en Dostoyevski la causa de la escritura y el fin último de todas sus preguntas. Sólo el dolor homologa al hombre con Cristo; todo lo demás pertenece al paraíso. Y el paraíso está –definitivamente- perdido.
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