CHILE. Del teatro al cuento
De cómo un actor y un dramaturgo experimentados, descubren
juntos el arte de la Narración Oral
Por Carlos Genovese
Corría el año 1992, el de los fastos de los 500 años de la conquista española de América, cuando en mi doble calidad de actor y dramaturgo colectivo, me encontraba participando en el Festival de Teatro Iberoamericano de Cádiz con mi grupo de entonces, el Teatro Ictus de Santiago de Chile, (al que pertenecí durante 14 años), con la obra "Pablo Neruda viene volando", de Jorge Díaz e Ictus. Entre los muchos espectáculos que vi en el festival de ese año, de repente me topé con uno que se alejaba de los cánones estrictamente teatrales aún cuando no dejaba de tener carácter escénico. En una pequeña sala con no más de 50 espectadores, pude ver y escuchar a un grupo de jóvenes gaditanos que narraban cuentos orales junto a su maestro, el narrador cubano Francisco Garzón Céspedes. Me sorprendió gratamente este espectáculo, desconocido en mi país por esa fecha, me gustó su frescura y la espontaneidad de algunos narradores. Me cautivó la sencillez del hecho artístico y al mismo tiempo la tremenda efectividad de la comunicación con el público producida con mínimos recursos escénicos. Pensé de inmediato que esta actividad sería bien recibida por el público chileno y pensé también que a mí me gustaría realizarla. Entusiasmado con la idea hice algunas gestiones para que el narrador cubano fuera al año siguiente a mi país y dictara un taller en el marco del Festival Mundial de Teatro de las Naciones, ITI-Chile 1993. Junto con el teatro Ictus viajaba en esa oportunidad el dramaturgo chileno-español Jorge Díaz, a quien comenté ampliamente ése mi primer encuentro, casi a boca de jarro y sin mayores antecedentes, con la Narración Oral contemporánea, en su modalidad escénica.
Lo que sigue es historia. A Chile viajó finalmente, en abril de 1993, otro narrador, el venezolano Rubén Martínez, de Caracas (hoy residente en Barcelona), y dictó el primer taller de la especialidad en Santiago, que me tuvo entre sus alumnos. De esto han pasado ya 12 años y en ellos, casi sin darme cuenta, me fui convirtiendo en un narrador oral o cuentacuentos, comprendiendo poco a poco las particularidades de este oficio ancestral, asumiéndolo desde la modernidad que lo redescubría. Y de la misma manera, sin planearlo demasiado, este quehacer fue ocupando la mayor parte de mi trabajo profesional escénico; entregándome una visión nueva (quizás la más antigua) y renovadora del fenómeno de la comunicación y la emoción compartidas desde un escenario entre un oficiante (por razones que explico más adelante no quiero decir actor) y su público.
Lo primero que visualicé fueron las diferencias entre actuar y narrar. La sorpresa fue comprobar en la práctica que mi condición de actor no era necesariamente la mejor para enfrentar al público como narrador, contrariamente a lo que pudiera pensarse. Es cierto que me servían el manejo corporal, el uso de la voz, del espacio escénico y la experiencia frente a audiencias diversas. Pero el mecanismo esencial del actor, el de la interpretación dramática de un rol, aparecía como un freno, un impedimento que me distanciaba del público en el momento de contar. Al enfocarlo desde allí, la narración resultaba estereotipada y a ratos falsa para el espectador. Esta sólo funcionaba cuando dejaba de actuar el personaje del narrador y era yo mismo el que contaba, o una faceta muy espontánea e íntima de mí llamada el cuentacuentos. El que con absoluta libertad psíquica y conceptual, y por ende escénica, podía contar evocando historias pasadas, divagando con ellas desde el presente e improvisando profusamente en relación con el contexto social o ambiental en el que se desarrollaba la contada. Me daba cuenta que otros colegas actores al narrar forzaban la expresión sobreactuando la historia narrada, intelectualizando al mismo tiempo sus contenidos literarios y exhibiéndose ellos como buenos actores capaces, además, de contar un cuento. El pseudo-personaje del actor en escena con su público se sobreimponía al del simple narrador auténtico, atentando principalmente contra la naturalidad y la verdad en la entrega del relato. Requisito indispensable para que este llegara, convenciera y emocionara al espectador-auditor. Fue un lento proceso y cientos de cuentos narrados lo que me permitió borrar de mi expresión oral-gestual esos amaneramientos actorales y dejar fluir lo que podríamos llamar el narrador interior que todos poseemos. Encontrarlo fue tarea de algunos años y de gran ayuda fueron los Festivales Internacionales de la Oralidad a los que pude asistir (España, Argentina, Colombia, Venezuela). Donde pude cotejar mi estilo, es decir, mi narrador, con los de otros narradores profesionales de distintos países e idiomas, y apreciar semejanzas y diferencias de recursos en lo conceptual y en lo formal. Y desde esa perspectiva, encauzar mi repertorio en mi propia y personal línea de acción narrativa escénica, no fue difícil. Aquí mi experiencia teatral fue una gran aliada, más aún cuando pude integrar actuación, dirección y dramaturgia. Adecué y focalicé mis recursos expresivos, mis preferencias literarias, mis intenciones estéticas y mis puntos de vista existenciales a los textos que me interesaba transmitir y que permitían al mismo tiempo que mi expresión escénica particular, mis aportes autorales.
Desde el comienzo del proceso mi quehacer se cruzó con el de mi amigo el dramaturgo Jorge Díaz, quien desde mucho antes escribía relatos breves que solía enviarme desde Madrid (donde residía entonces), a modo de regalo e intercambio fraternales; no sin cierto pudor de su parte, por cuanto para un escritor dramático la prosa suele ser un terreno vedado y más aún el cuento breve. Por mi parte, narrador recién iniciado, percibí de inmediato que esos cuentos constituían un precioso material para la narración oral. Se trataba de historias contemporáneas, principalmente urbanas, pobladas de personajes estrafalarios, con una fuerte carga de grotesco, absurdo y humor negro. La mirada autoral ponía el acento en la soledad y el patetismo de la condición humana de esos seres, (temas presentes en toda la obra dramática de Díaz), con toques de compasión y de una entrañable ternura. Su brevedad permitía intervenirlos, apropiarse de ellos y hacerlos crecer en la oralidad, sin por ello desdibujarlos ni hacerles perder su sentido dramático. Llegué a contar, y cuento todavía, más de 50 relatos de este autor; con los que he creado varios espectáculos unipersonales temáticos de narración oral, cómo: "Cuentos de amor y otros delirios", "Valparaíso no existe", "Imprecaciones y conjuros para el nuevo milenio", "Confesiones impúbicas", "El niño de la lluvia". El propio dramaturgo entusiasmado con este descubrimiento, incursionó en dos espectáculos de teatro-cuento: "De boca en boca" (1994) y "Por arte de mar" (1995), en la primera participé como actor-narrador y en la segunda como actor y director. En el año 2003 realizamos un espectáculo de narración donde invitamos a 14 connotados actores chilenos a contar cuentos de Jorge Díaz desde el escenario, que se llamó: "Perversiones orales", y se convirtió en un pequeño suceso artístico. Esta colaboración estrecha posibilitó que Díaz, estimulado por los resultados obtenidos, escribiera más relatos y que en conversaciones periódicas, (desde 1994 el autor vive una parte del año en Chile), fuéramos desentrañando juntos los secretos de las estructuras narrativas, los fenómenos de la comunicación grupal, las diferencias entre cuento escrito y cuento narrado, (Literatura y Oralitura), y muchas otras experiencias compartidas. El dramaturgo dejó de lado el pudor de antaño y publicó en Chile varios libros de relatos breves y aforismos (breverdades), entre los que destacan: "Breviario impío", "Textículos ejemplares", "Gato por libro" y "Ciertas criaturas terrestres". En todos los casos, ambos encaramos y entendimos el proceso de la oralidad desde diferentes ángulos: yo como ejecutor preocupado por la forma y la técnica del decir y las estructuras del cuento, para mejorar su entrega y la recepción del público. Jorge, como autor, desde el lenguaje, los temas y la escritura. Esta colaboración mutua lo llevó a declarar en el prólogo para mi libro "Las más bellas historias para ser contadas" (Santiago, 1999), lo siguiente: "... Al mismo tiempo que su sensibilidad, su pasión y su técnica se afinaban, (se refiere a mis dotes de narrador, no olviden que es mi amigo), yo iba percibiendo la diferencia que existe entre un cuento escrito (el material que yo le entregaba) y el cuento narrado. Poco a poco fui advirtiendo la distancia que media entre la palabra leída y la palabra modulada; entre el regodeo intelectual de la lectura y la unión amorosa del que cuenta con su público... Agradezco a Carlos Genovese que, a través de su arte de narrador y mi proximidad a su trabajo, me permitiera reflexionar sobre algo en lo que no había reparado lo suficiente: la importancia de la oralidad y la palabra compartida."
En la actualidad, después de haber colaborado con la publicación norteamericana Storytelling Magazine, y de haber leído en su número de Marzo/Abril 2002, los testimonios de narradores de 23 países del mundo; sé que la narración oral es un arte en alza en todos los continentes, que fue redescubierto desde una perspectiva artística contemporánea hace más de 20 años atrás, simultáneamente en todas las latitudes del planeta: de Cuba a Nueva Zelandia, de España a Filipinas, de Londres a Japón. Y que ha irrumpido con fuerza en el ámbito de la educación, la comunicación y la escena como un nuevo reducto, como resguardo de lo humano por excelencia y de nuestras preciosas y particulares identidades locales. Enarbolando la palabra ("la casa del hombre", según Nietzche), como un antídoto poderoso contra tanta uniformidad alienante y globalizante. A algunos nos tocó en suerte, sin buscarlo ni pensarlo, convertirnos en estos nuevos juglares contemporáneos, que sin pretensiones y desde nuestro pequeño acto útópico de vivir del cuento y para el cuento, aspiramos a lo máximo: conservar la identidad de los pueblos y la memoria del mundo. Por lo mismo, la intención última de este artículo testimonial es la de ampliar los horizontes de la narración, divulgar sus logros y dificultades y contar cómo desde otras disciplinas artísticas, en este caso el teatro, aunque podría ser la música, la poesía, la danza, etc., es posible abordarla y enriquecerla con el acervo acumulado. Dejando en claro que no importa la edad ni la trayectoria; en nuestro caso se trataba de dos teatristas con más de 30 años de actividad en el cuerpo, y que siempre es posible aventurarse como un muchacho indocumentado por un camino nuevo, como éste que sólo nos ha deparado satisfacciones y ,claro, un poco de esfuerzo. ¿Pero qué es esto último para un actor y un dramaturgo que también ha actuado, comparado con el teatro? Por lo menos aquí los relatos los llevamos puestos y no transportamos escenografías ni cargamos baúles. ¡Nuestros huesos agradecen la levedad del cuento!.
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