Sumario

Hacer teatro hoy

La escena
iberoamericana

Investigar el teatro

ESPAÑA. Teatro español: De la dictadura a la democracia

Por José Monleón

 

Con el paso de los años, lógicamente, a medida que fueron incorporándose a la vida española las jóvenes generaciones, el desenlace de la guerra civil fue perdiendo presencia en el ánimo de la sociedad. Tras una primera década (39-49), abierta a la esperanza fallida del Régimen en la victoria del Eje (Hitler-Mussolini) en la II Guerra mundial, el teatro dio testimonio, con "Historia de una escalera", de Buero Vallejo, de que las cosas empezaban a cambiar. Por la presión del nuevo contexto internacional, determinado por la victoria de los Aliados, y por el propio desgaste de un Régimen decididamente anacrónico. Y así, año tras año, hasta que el Guadiana subterráneo fue sacando a la luz las aguas prohibidas que corrían por el subsuelo. Se rescató a Valle y fueron llegando los dramas de Lorca. Se representaron "La casa de Bernarda Alba", de Federico, y "El adefesio", de Alberti, años después de su estreno por Margarita Xirgu en Buenos Aires. En el caso de "El adefesio", en plena transición democrática, muerto Franco pero aún ilegal el Partido Comunista, el partido de Rafael, con María Casares en la Gorgo, en una vuelta cuya profunda significación rebajó la prensa oficial de la época. Y que no pudo hacerse físicamente extensiva a Rafael porque, todavía, la militancia comunista era un delito. Antes había vuelto Casona, recibido con recelo, y luego tratado con alborozo, cuando se vio "que no era tan fiero el león como lo pintan". Y se produjo una eclosión de nuevos autores, de los que este breve trabajo sólo puede citar algunos nombres a título de ejemplo. A la corriente acabamos calificándola de Realista, no en función de la poética de sus obras -distribuidas entre distintos ismos y géneros-, sino de su voluntad de indagación de lo real y de rechazo de la "realidad convencional" impuesta por el sistema. Se trataba de una batalla ética y política entre dos realidades -según se ha dado tantas veces-, entre las crónicas o versiones oficiales y la observación independiente, entre la interpretación doctrinaria -y, en ese sentido, existe una contra crónica, que acaba incurriendo en los errores de la crónica, en un esquematismo de signo contrario- y esa siempre incierta y exigible lucidez en medio de tantos cantos de sirena empeñados en pintar la realidad con sus colores.
Obviamente, el teatro de la resistencia al franquismo no fue un teatro políticamente uniforme. El siglo XX ha estado dominado por una opción entre contrarios que acaba exigiendo una devota toma de partido que oscurece la comprensión de los problemas y debilita las posiciones críticas. En todo caso, ha sido injusto y malintencionado someter la visión del teatro de oposición a la Dictadura -fuera de carácter básicamente colectivo, como en el caso de los grupos independientes, fuera el teatro de autor personal- a ese prejuicio. Que pudiera darse en numerosos casos, es lógico y coherente dadas las circunstancias. Pero hay que decir que ese teatro determinó poéticas escénicas -caso de Joglars, La Cuadra, Goliardos, Tábano, TEI, Adriá Gual, Esperpento, Antroido, Lebrijano, Comediants y tantos otros grupos-, que irrumpieron creativamente en la historia, siempre atrasada, de nuestro lenguaje escénico, a la vez que fueron numerosos los autores -Alfonso Sastre, Rodríguez Méndez, Lauro Olmo, Carlos Muñiz, Martín Recuerda, Martínez Mediero, López Mozo, Jesús Campos, Vidal Bolaños, Manuel Lourenzo, Domingo Miras, Rodríguez Bouded, Alfonso Vallejo, Rodolfo Sirera, Jordi Teixidor, José María Benet i Jornet, Miguel Murillo, Alberto Miralles y bastantes más- que escribieron obras cuyo valor dramático no estaba limitado por su interés crítico, y que, por tanto, constituyen un capítulo considerable en la dramaturgia española (castellana, catalana y gallega) contemporánea. Todo el gran teatro del pasado está vinculado a la realidad social y cultural en que nació; sólo que, con el transcurso del tiempo, ese referente se instala en segundo término y adquiere un valor metafórico que vale para tiempos venideros.
Lo que ya no fue posible recuperar para los escenarios ni entonces, ni con la llegada ulterior de la democracia, fue la corriente teatral que nuestro exilio del 39 volcó en América. Algunos nombres, como el de José Ricardo Morales, exiliado en Chile se abrieron camino en las ediciones pero no en los escenarios. Otros, como Max Aub, regresaron a México tras la mala acogida de la prensa oficial española, paralela al entusiasmo de viejos amigos y gente joven que lo sumieron en una experiencia amarga y contradictoria reflejada en su libro de memorias "La gallina ciega". Pero el drama estaba consumado, porque eran españoles que no pudieron vivir ni escribir en España. Especialmente grave para nuestra escena fue la perdida de los españoles que alimentaron el teatro mexicano durante años, como actores o directores. Sólo en el caso excepcional de Augusto Benedico fue posible verle sobre un escenario español. Los encuentros fueron, a menudo difíciles, entre los que salieron el 39 y los que crecieron, día a día, en la realidad y los procesos de la Dictadura. Era común el rechazo de la misma, pero la memoria de unos y otros, los proyectos de futuro, la noción misma de España, los separaba.

 

II
Los malos historiadores tienden, según costumbre inveterada de su oficio, a atribuir la transición española, el paso de la Dictadura a la Monarquía Parlamentaria, al talento y la buena disposición de media docena de políticos. Que tales políticos existieron y que, en representación de los partidos españoles -prohibidos durante décadas-, hicieron un esfuerzo por ponerse de acuerdo y evitar la "rendición de cuentas", previsible tras la crueldad de la guerra civil y casi cuarenta años de represión, es innegable. Pero también lo es que de nada hubieran servido sus intenciones de no contar con el respaldo de una mayoría social en nada dispuesta a repetir los viejos y aún recordados horrores. Que para ciertas minorías, en representación de las víctimas del fascismo, la solución pareciera injusta, es también coherente, como lo fue el que amplios sectores de la derecha mostraran una predisposición condescendiente a olvidar el pasado y a sentarse en la mesa con sus perversos enemigos, quizá porque pensaron que el liberalismo podía ser un mar confortable para sus intereses. ¿Acaso en el 34, fresco aún el entusiasmo popular suscitado por la proclamación de la II República, no habían conseguido el voto mayoritario de la ciudadanía española? ¿Y no había mostrado esa derecha su capacidad de maniobra para, arrimándose a los Estados Unidos, navegar desde su adhesión al fascismo italogermano -al que debía, en parte, su victoria bélica- a su reconocimiento en las distintos organismos de las Naciones Unidas? En definitiva, se afirmaba la integración en un proyecto capitalista y el capital siempre ha sabido conducir las reglas de juego, con las contrapartidas necesarias, en su beneficio.

 

III
No vamos, en el otoño del 2005, a perdernos en ninguna consideración sobre el desorden económico y político mundial de nuestros días. El hecho de que la llamada globalización y sociedad de la información coexista con los miles de niños que mueren diariamente de hambre o los millones que sobreviven bajo el umbral de la pobreza, debiera avergonzar a los que hablan de la fiebre integrista -no casualmente en países sujetos a un fuerte desequilibrio social- o del terrorismo, como si se tratara de dos virus surgidos en el vacío.
Digo esto, porque nuestra vida democrática, desde la caída de la Dictadura hasta hoy, ha discurrido en un contexto internacional, protector en algunos términos y perverso en otros muchos. Temas como el de la Guerra de Iraq y las teorías y pretextos esgrimidos por los EE.UU. para llevarla a cabo, han alterado el discurso político estrictamente español. Las posiciones tomadas por los dos grandes bloques de la sociedad española en este tema -desde la adhesión incondicional del Gobierno del señor Aznar a Washington a las mayores manifestaciones que se recuerdan contra esa alineación- son una prueba, que, lógicamente, ha afectado a toda nuestra vida política y cultural. El discurso de las "dos Españas" se ha revelado anacrónico, así como buena parte de sus argumentaciones parlamentarias, sencillamente porque aquí, como en otros muchos países europeos, sentimos la necesidad de un nuevo discurso político, que empiece por rechazar de plano la acumulación de contradicciones, mentiras y crueldades que la información intenta, inútilmente, explicar y justificar. Pondré un ejemplo caliente cuando escribo estas líneas: las palabras de Tony Blair afirmando que debemos entender que la policía londinense le pegara ocho tiros a un muchacho inocente, porque, en el caso de que luego se probara que era un terrorista, la sociedad inglesa no hubiera tolerado su pasividad.
En una primera instancia, sorprendió que el teatro -los grupos independientes y determinados autores- que había sido fundamental en el mantenimiento de la conciencia democrática española, dejara poco menos de representarse cuando llegó la democracia. Cosa que, paralelamente a ese "pacto nacional" al que aludíamos, se explica, siquiera en parte, por el hecho de que el teatro fuera, en época de graves "limitaciones expresivas", como repetía Buero en una metáfora sin veladuras, el refugio de un sector que, llegada la libertad de expresión, desertó de los teatros. Nuestro conservadurismo recuperó sus posiciones y, salvando algunos teatros públicos, básicamente en las etapas de gobierno socialista, volvió a determinar los contenidos de una demanda "espectacular", alimentada por valores propios de la industria del entretenimiento y ajenos a la condición milenaria del teatro, como espacio de preguntas y conflictos.
De nuevo, como le ocurriera Alberti cuando patearon su "Fermín Galán" a poco de proclamarse la II República, o como repitieron los críticos de los periódicos conservadores a cuenta del caprichoso y desordenado teatro de García Lorca, surgió la contradicción entre una Democracia representativa institucional y un teatro que no respondía a ese contexto. O, dicho con otras palabras, la sospecha de que teníamos una Democracia sin cultura democrática, como ha seguido mostrándose una y otra vez, con los discursos parlamentarios de la derecha, cuando ha utilizado su mayoría absoluta parlamentaria para bloquear a sus adversarios, o, cuando, en la oposición, ha optado por el insulto y la desmemoria sistemáticos. La pregunta está en saber hasta dónde -y el hecho de que tengamos ahora mismo un gobierno socialista que defiende la Alianza de las Civilizaciones, que ha excluido la religión como enseñanza escolar obligatoria, y que retiró de inmediato las tropas españolas de Iraq, entre otras cosas, son realidades esperanzadoras- estamos o no construyendo esa cultura democrática, más allá de las interpretaciones del escandalizado pensamiento tradicional. Esa es la esperanza de donde emerge la posibilidad de un nuevo teatro, donde el talento de numerosos autores -Juan Mayorga, Itziar Pascual, José Ramón Fernández, Antonio Álamo, Carles Alberola, José Luís Alonso de Santos, Ignacio Amestoy, Luis Araujo, Sergi Belbel, Fermín Cabal, Ernesto Caballero, Yolanda Pallín, Luisa Cunillé, Rodrigo García, Raúl Hernández, Santiago Martín Bermúdez, Borja Ortíz de Gondra, Paloma Pedrero, Euloxio Ruibal, José Sanchis Sinisterra, Luis Miguel González Cruz, entre otros, unidos a los supervivientes de las generaciones anteriores- salte de las paginas impresas o las salas alternativas al teatro regular, solicitado por una sociedad interesada en conjugar el placer estético con la indagación que siempre ha solicitado el gran teatro y que, a nuestro entender, resulta hoy más necesaria que nunca. Dicen los científicos que el caos en sistemas aparentemente aislados acaban produciendo un sistema caótico global, es decir, sujeto a un devenir que escapa a la razón. La democracia es, por principio, un esfuerzo del logos por regular la vida política en beneficio de la mayoría. Pero quizá resulte un contrasentido en un mundo donde los espacios caóticos -a menudo tutelados por la información- nos sitúan ante una realidad globalmente caótica. De la capacidad de la humanidad para conducir el proceso histórico, para excluir el caos como factor cotidiano, depende no sólo el futuro de la humanidad y de la democracia, sino, en consecuencia, del arte y del teatro.
Miguel Ángel Asturias hablaba de la imposibilidad de transitar sólo formalmente de la autocracia a la democracia. Supondría, de hecho, la existencia de sociedades formalmente democráticas integradas por ciudadanos que no lo son. Únicamente la cultura puede salvar ese abismo. Y quizá la cuestión está en saber, frente al legado de desorden e injusticia, si seremos o no capaces de construir una cultura democrática.

Volver arriba