INVESTIGAR EL TEATRO
 

CHÉJOV: MEMORIAS DE UN PAR DE GAFAS

Brevísima aproximación a su proceso creativo

Por Luis Sáez

 

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Desde el clásico retrato que lo inmortaliza en infinitas solapas y contratapas, el rostro de Chéjov transmite sensaciones encontradas e inquietantes. Parece mentira tanto sufrimiento y tanta desazón en un gesto tan apacible. Claro que esta sensación puede sonar a exceso de imaginería, o a mentira lisa y llana, toda vez que el interesado no se tome el trabajo de CONTEMPLAR el rictus tan profundamente humano que se esconde tras las aristocráticas gafas.
O de dejarse observar por él, considerando que el rostro de Chéjov parece invitar más que a la simple observación, a mirarse uno mismo en esa mirada profunda e infinita como un juego de espejos.
También podemos sentirnos tentados a recorrer (o a dejarnos recorrer por) el universo-Chéjov, conjunto de vivencias, dolores, amores correspondidos y de los otros que trascienden largamente el concepto tradicional, occidental y cristiano de "biografía" y/o de "Obra". Chéjov parece conocer el código, no tanto desde su significativo retrato como desde cada palabra y/o punto suspensivo que dejó estampados en el papel, o desde cada suspiro y/o pulsación-latido que sugirió entre líneas, si por acaso no fueron sus criaturas quienes se las dictaron puntual y puntillosamente.
De todo eso (es decir, de nada) trata de ocuparse esta suerte de aproximación a su proceso creativo, conociendo de antemano las limitaciones que nos condicionan, y al mismo tiempo, disfrutando de antemano de tan placentera frustración. Una suerte de antiutopía, si se quiere. Pero sólo una especie. Porque si la posteridad terminó reservando a Chéjov un sitial destinado únicamente a los grandes, sus contemporáneos se encargaron de desmentirlo y negarlo hasta impulsar al propio "Antosha" a descreer de su inefable y extraordinario talento. Solo haciéndonos eco de tan insólita injusticia (injusticia que el tiempo, antes que sepultar en el olvido, agiganta y reivindica) nos permitimos emprender lo que sigue...

 

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Si fuera verdad, como cuenta Carver en "Tres rosas amarillas", (1) que Chéjov sólo creía en aquello que podía reconocer al menos con uno de los sentidos (tan luego él, que inventó mundos de la nada), cabría preguntarse de cuántos de esos mismos sentidos se valió para plasmar "El jardín de los cerezos" o "Tío Vania", por citar ejemplos "contundentes" de su arte. ¿Será que para el gran maestro ruso el corazón, o el alma, es decir, aquellas zonas donde se manifiesta la emoción, no tenían "derecho" a la categoría de sentidos? Veamos:
Una mujer sentada frente a un piano,
Un manco que habla en términos de jugador de billar,
Dos hombres que conversan mientras pescan,
una rama de cerezo florecido que entra por una ventana...

De estas imágenes, que no guardan aparente relación entre sí, Chéjov se valió para escribir "El jardín de los cerezos". Con estas semillas, en apariencia inconexas, pero ya dotadas germinalmente de teatralidad y poética propias, el maestro abonó el terreno para dar vida y forma a una de sus obras emblemáticas.
¿El secreto? ¿Hay uno? ¿Una receta? Su inmenso y nada secreto talento podría ser (de hecho, es) uno de los ingredientes primordiales, si bien no el único. Un trabajo de intensiva sensopercepción como herramienta de búsqueda ayudaría a explicar más y mejor el fenómeno. Nos referimos, concretamente, a esa especie de "sexto sentido" que predispone al dramaturgo (y que a menudo lo insta compulsivamente) a la gestación y parición de mundos con reglas propias, transitados por criaturas que a menudo lo avasallan y trascienden. ¿Por qué lo llamamos "sexto sentido"? Mas allá de cuestiones sobrenaturales (la creación artística está cerca y lejos de serlo), y a pesar de nutrirse de los otros cinco, este "órgano sensible" funciona con autonomía y pulso propios, al servicio incondicional de mundos que de alguna forma desmienten lo real, re-inventándolo o metaforizándolo. Propiamente, como un sentido más. De esta forma, y así como Bergson sostiene que la intuición no es otra cosa que la concurrencia entre la inteligencia y el instinto, esta suerte de "sentido de la percepción" se nutre de los otros cinco y de la doble condición de "Dios y parte" que permite al dramaturgo travestirse en todos y cada uno de sus personajes y al mismo tiempo en su testigo y "escriba" de lo que hacen, dicen y sienten.
El retrato que Carver pinta de Chéjov y su tiempo invita a otras presunciones en cuanto a la equívoca valoración de su obra por parte de sus contemporáneos. Y así como Tolstoi (que en el relato de Carver visita a Chéjov en su lecho mortuorio) llegó a cuestionarlo más o menos en estos términos: "¿Adónde le llevan sus personajes? (...) "del diván al trastero, y del trastero al diván"... Fue necesario que Nemírovich-Dánchenko y más tarde Stanislavski descubrieran que lo genial del teatro de Chéjov radicaba precisamente en todo lo que ocurría en la vida de esos personajes mientras iban "del diván al trastero... etc.".
¿Cuál hubiera sido la suerte de "La Gaviota" o "Tres Hermanas" sin la lectura de los arriba mencionados? Resulta al menos paradójico (palabra tan al servicio de lo teatral) que Chéjov descreyera de aquello que trasciende los sentidos y al mismo tiempo haya sido capaz de trascender en la propia obra el mero discurso coloquial valiéndose precisamente de él. ¿Sabía que lo estaba consiguiendo? ¿O simplemente (?) se dejó escribir por sus personajes, renunciación elemental y al mismo tiempo indispensable para arribar al hecho artístico? ¿O será que la apabullante crítica que sus contemporáneos ejercieron con implacable crueldad sobre su teatro lo terminó convenciendo - incluso a él mismo - de su aparente pobreza y superficialidad? Sólo de esa forma sería posible entender parcialmente por qué el propio Chéjov renegó de forma tan amarga de sus primeros y resonantes fracasos, casi como disculpándose.
Cuenta Galina Tolmacheva que Chéjov escribió en sus cartas, refiriéndose a sus obras: "me salen qué se yo qué cosas raras". Y agrega la propia Galina: "porque las formas nuevas le llegaron, no como resultado de una teoría artística, ni tampoco como un dogma, sino por sí solas. Chéjov no intentaba reformar ni revolucionar el teatro; sus dramas le salían completamente originales". Y sólo por imperio de la presión de la crítica de su época son admisibles las "imperfecciones" de sus textos más sublimes. Es decir, tan admisibles como discutibles. Que hasta ese punto tambaleó el artista ante el embate de la crítica feroz. Cabe preguntarse, con el paso del tiempo, ese inefable, hasta dónde la razón de los catedráticos no engendra implacable y excluyente sinrazón.

 

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Un lector desapasionado de Chéjov (¿será posible desapasionarse de Chéjov?) no podría pasar por alto las zonas de "imperfección formal" de su obra que la hacen tan singular, acaso por alejarse tan desprejuiciadamente de lo "inobjetable". Tomemos por ejemplo el extenso relato "La sala número seis", un clásico dentro de su narrativa. El Dr. Ragin, su protagonista, hace acto de presencia ya muy avanzada la narración. ¿En qué invierte Chéjov la extensa y exhaustiva introducción? En presentar a los demás internos de la sala que da título a la historia, y que simbolizará la decadencia profesional y social de Ragin, ya que en cuestión de semanas pasará de Director de ese hospital a interno por insania de esa misma sala. De manera que al comienzo del relato, Ragin es apenas una referencia burocrática, encubierta, además, por el engañoso título, destinado a distraernos de su trágico destino.
De esta clase de recursos (falsos finales, o finales tan abiertos que desmienten el concepto mismo de "remate y conclusión", acciones triviales que esconden o mal simulan destinos trágicos, etc.) absolutamente asombrosos por lo inusuales, se vale el genial narrador Chéjov para sortear los modelos narrativos convencionales de su época, muchos de las cuales se aplican en nuestros días. ¿Por qué será entonces, nos preguntamos, que la singularísima libertad que caracteriza a buena parte de su obra narrativa se contrapone tan abiertamente a la implacable formalidad de su teatro? Sus obras "mayores", por ejemplo, se estructuran en cuatro actos, modelo estrechamente ligado a la tradición aristotélica de presentación, desarrollo, clímax y remate. Muy propias, dicho sea de paso, del tiempo en que fueron escritas. ¿En qué zonas de su creación dramática se permitió Chéjov la libertad de transgredir sin apartarse de las formas "clásicas"? Arriesgamos una presunción, acaso obvia:
En los caracteres y conductas de sus personajes. O en la aplicación de la sinécdoque como regulador o modificador de lo que está ocurriendo en escena y no como un mero artificio autoral (recordar el suicidio final de "La Gaviota", que modifica sustancialmente no solo el remate propiamente dicho de la obra, sino todo lo que sobrevendrá después del telón final). Y sobre todo en las conductas, absolutamente desprovistas de mal entendidos "dramatismos" y/o forzados "positivismos", más acordes con los postulados de la intelligentsia rusa que con el duende que le dictaba a Chéjov sus historias. Gracias a (o por culpa de) ese mismo duende, el público sintió por primera vez en mucho tiempo (¿siglos?) que lo que ocurría ahí arriba se parecía a su propia vida, esa misma vida que después de la función seguía latiendo y transcurriendo, acaso con más pena que gloria.
Chéjov resquebrajó estructuras, las arrasó con su poética aparentemente simple y absolutamente profunda, pero sin apartarse en el plano externo de la división en actos, por ejemplo, de "lo establecido", acaso por su propia inseguridad, o por culpa de la estricta normativa impuesta por la crítica y los editores, más habituados a desechar y condenar que a permitirse sentir y apreciar con un mínimo de riesgo. Cualquier semejanza con nuestros días es algo más que mera coincidencia. Y así como el establishment cultural presionó y condenó al Chéjov dramaturgo, acaso no perdonándole "sacar los pies" del plato de la narrativa, hoy en día, aceptado e instituido por la posteridad, pocos se animan a cuestionar sus procedimientos. ¿A quién se le ocurre preguntarse si los actos II y III de "El jardín de los cerezos" se podrían condensar en uno solo, por ejemplo? No pocos adaptadores y directores (a menudo la misma persona) proceden a "intervenir" textos (si el autor está muerto, mejor) aplicando a menudo dudosos criterios televisivos de síntesis, antes que los de una genuina condensación dramática. En ese sentido, seguramente, el rol del dramaturgista viene a cubrir la función esencial de "intérprete" del autor ausente, siempre y cuando se tome en serio el trabajo de estudiarlo en concordancia con su biografía, su proceso creativo y su relación con el tiempo que le tocó vivir.
El tema, desde luego, no se agota en estas líneas; y tanta especulación y tanta hipótesis sólo aspiran a transitar el terreno de la reflexión antes que apurar temerarias conclusiones. Tarde llegó el reconocimiento para el dramaturgo Chéjov. A pasos de su lecho de muerte. Posiblemente en esos momentos, avasallado por la enfermedad y la muerte inminentes, "Antosha" se permitió acuñar esta sentencia, que evidencia su difícil relación con la crítica:
[...]los críticos se parecen a los tábanos, que no dejan en paz a los caballos cuando están arando [...] el caballo está trabajando con sus músculos en tensión, como las cuerdas de un contrabajo, y en ese preciso instante se posa en la grupa un tábano que le hace cosquillas y le zumba alrededor. ¿Qué pretende con su zumbido? Seguramente ni siquiera él lo sabe. Simplemente tiene un carácter nervioso y muestra que está ahí. ¡También yo estoy aquí! ¿No ven cómo zumbo? Llevo 25 años leyendo las críticas de mis cuentos y no recuerdo ni un comentario de valor, ni un buen consejo. Una vez me dejó impresionado Skriabichebski, pues escribió que yo moriría borracho tras una tapia...

En cualquier caso, lo que aquel ignoto crítico no pudo prever (nadie vive mil años, ni siquiera cien) fue el juicio de la posteridad, que a la postre recuerda con gratitud a Chéjov, precisamente "por" su obra y no por las controversias y dudas, a menudo contaminadas de malsana subjetividad, que suscitó en sus contemporáneos.


NOTA

1. Raymond Carver (1939-1988), narrador y poeta norteamericano. En la década de los 80 llegó a considerársele el mejor cuentista vivo norteamericano. La figura de Anton Chéjov deja huella en sus poemas y relatos. (N. de la R.). Volver

 

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