Por Carlos Eduardo Satizábal
"Cuando la mente explora el símbolo, se ve llevada
a ideas que yacen más allá del alcance de la razón."
CARL GUSTAV JUNG
Uno. Preguntas abiertas. Nayra obliga a pensar de otro modo nuestra realidad, nuestra historia, nuestros mitos, nuestra intimidad personal, nuestro tiempo, nuestros símbolos y el teatro. Nayra sugiere que lo sagrado popular anuda de múltiples formas el ser personal y el alma colectiva. Que las tendencias del destino se bordan, se tejen y destejen con los múltiples hilos de varias tradiciones sagradas, mezcladas en hechos, creencias y tradiciones de la vida personal y colectiva. Que en las tierras del trópico americano se sucede un singular mestizaje sagrado de los mitos y símbolos patriarcales y mesiánicos, y los mitos y símbolos de las primigenias diosas enterradas. Y Nayra sugiere otra metáfora: que la memoria es un espejo roto. La obra es un descenso por mitos y fragmentos de mitos que son trozos de este espejo, plásticamente presentados, valiéndose de múltiples recursos artísticos, teatrales, musicales, plásticos, poéticos; un descenso al final del cual podemos vernos reflejados en los pedazos de memoria que nos devuelven los trozos de ese espejo. Este descenso en forma de cono invertido es también la forma de la estructura poética y musical de la obra.
Más ver en Nayra un viaje poético de descenso hacia el espejo roto de la memoria poblada de mitos y símbolos que hacen parte de nuestro mestizaje sagrado, es sólo una perspectiva posible de las diferentes percepciones y reacciones que ella provoca sobre unos u otros espectadores. En Nayra todos nos divertimos. Algunos lloran. Otros quedan casi mudos, impactados y obsedidos por el recuerdo de sus imágenes y sus personajes. Otros salen tremendamente desconcertados. Pero la misteriosa belleza y la fuerza de comunicación con las capas más profundas de la memoria que tiene esta creación, nos obligan a pensar y a organizar mentalmente el aparente caos de la obra. A quienes sentimos una desolación inefable, casi mística, nos urge preguntar: ¿por qué fue incontenible el llanto? ¿Por qué tanta tristeza, tanta soledad, tanto dolor y al mismo tiempo tanto humor en esas imágenes? Sin duda - como afirma Freud - hay placer en arrancarse la máscara. Nayra nos desnuda el alma personal al presentarnos mitos y símbolos que son memoria del lenguaje profundo del alma colectiva. Pero, ¿cómo lo logra, por qué nos atrapa en su juego, si ella no nos cuenta una historia, si no tiene un argumento y casi ni personajes? Estas y otras preguntas obligan al espectador a conversar. Y a escribir.
Un amigo poeta con quien la vi la segunda vez, me dijo no sentirse particularmente conmovido. Pero sí movido a pensar y a conversar sobre la obra. Veía una gran soledad. Restos y alusiones a mitos y ritos. Múltiples monólogos que a veces se cruzaban. Algunos eran dichos para todo el público, otros solo alcanzaban a escucharlos los espectadores que estaban más cerca de quien los profería. "Así que sólo le dan a uno a ver y oír una parte, dependiendo de dónde esté sentado. Esta obra obliga a verla varias veces desde varios sitios diferentes Es una obra extraña y muy arriesgada", concluía mi amigo. A otro amigo, un pintor, le pareció muy divertida y me dijo que le ha hecho pensar largamente sobre su obra artística personal, también atraída por el humor de lo sagrado popular. Una niña de nueve años con quien la vi la primera vez, días después me dijo que se acordaba de todo y de una sola escena. Insistí, y dijo que la escena que le venía primero a la cabeza era "la del señor que se estrella contra la puerta; es muy chistosa", y se río y nos reímos.
Nayra es una obra que deja preguntas abiertas en sus espectadores, como sin duda lo hizo en sus creadores. Al pensarla, queda en cuestión todo dogmatismo, toda creencia pierde su fanatismo y aparece ante los ojos la transparencia de lo sagrado y de los símbolos de lo inconsciente, que se anuncian en ella como memoria mestiza de lo futuro cercano.
Dos. Pensar la obra. Al comenzar a elaborar la energía del puro sentimiento en que esta obra nos sume, uno rememora sus imágenes y episodios, y, como un improvisado pensador, recurre a su biblioteca mental, a sus recuerdos, a sus conocimientos, a sus sentimientos. Entonces afloran las primeras ideas y se empiezan a ver relaciones entre todos esos solitarios personajes, entre todas esas imágenes por las que descendimos como por el cono de un maesltrom, y cree uno descubrir que todas las situaciones de la obra parecieran presentar una singular exploración en el dolor; aun las más divertidas, las más cómicas; como aquella del "maestro" - imagen del Jesús evangélico - que invita a unos seguidores a cruzar la puerta del cielo. Entonces unos incrédulos y mamagallistas sacan una puerta de madera, cerrada, con la sombra de la efigie de Jesús sugerida en su superficie y lo retan a cruzarla sin abrirla, "si es tan maestro". El maestro aclara que él habla de "una puerta en sentido figurado. Sus seguidores le animan: "maestro, demuéstreles". Los mamagallistas de la puerta de madera se burlan, uno la mide con un metro, el otro la toca y el sonido muestra la dureza de la madera: "Un milagro, a ver." La carrera y el estrellón del "maestro" revelan la trágica comicidad de la ingenua bondad del fanatismo. Pero también aquí parece el maestro García, director de la obra y del grupo, burlarse de él mismo y de su título de maestro, ayudado por sus actores y actrices, creadores colectivos de la obra: es como si sugirieran que García, dirigiendo esta obra y descubriendo o inventando su singular estructura dramatúrgica, se dio su estrellón: con Nayra, el grupo y el maestro García pasan al otro lado de la imaginación teatral y humorística. La obra está llena de chistosísimos efectos como este. Nombro uno más: Justo después que ha terminado un ritual de sanación a una cliente, al indígena curandero le timbra un celular en su mochila: "qué pasa, estoy trabajando", le dice el curandero a quien llama. Todos reímos.
"Estoy trabajando", dice el indio sanador. Y como él, otros vienen a este templo a trabajar: los predicadores y los otros curanderos, el sepulturero y la barrendera, y esa especie de vivandero de feria medieval o pueblerina que trae a la mujer que lanza fuego por su vagina, adoradora de Príapo, que el vivandero ofrece como cura a la frigidez de los hombres. Otros y otras vienen a buscar consuelo de los predicadores y de las diosas e iconos sagrados. O llegan a rogar por un milagro o una transformación mágica o a rezar y ofrecer a una virgen su pistola, como hace el sicario. Algunos parecen venir a este templo a pensar y a proferir sus discursos, como hacen el borracho, la punk, la psicóloga o historiadora de la mente, y el científico. Otras y otros son personajes míticos, diosas y dioses y santas y santos, en efigie o en cuerpo presentes. Es un lugar sagrado donde se ora, se piensa, se sufre, se trabaja, se alucina y suceden poderosas visiones mágicas y hechos sagrados: la operación y la ascensión al oscuro cielo de las tripas de José Gregorio de negro y la ascensión en cuerpo de José Gregorio de blanco; o la bella y misteriosa danza del pensador borracho con una muñeca vestida de efigie virginal que de pronto se convierte en una virgen viva, cual si fuera este ebrio filósofo un nuevo Pigmalión; o la repentina animación, con extraña voz y canto, de la efigie de una diosa primigenia que expulsa de su cuerpo a dos demonios que de inmediato siembran el terror en el templo y echan de él a todos los que oran; luego la diosa alimenta a sus demonios con la leche que mana de sus senos generosos, para finalmente dejarles entrar de nuevo a sus entrañas y volver a ser ella icono inanimado de la lacteas ubertas, diosa de los generosos senos abiertos que el borracho besa, cerrando lo que pareciera un delirio mental, con un gesto de la realidad: saciar en sus pechos la sed y el hambre de alimento y erotismo.
Tres. La voz del otro: teatro, sueño o realidad. Entonces, ¿cuál es la realidad? ¿Qué discursos hablan de la realidad y cuáles del mito y lo simbólico que en la realidad subyacen y la sostienen? ¿Cuáles son los discursos creíbles y cuáles los locos y delirantes? E inmediatamente nos decimos: deliras, esta obra no es realidad ni mito ni locura, es teatro. Nayra es una obra de arte que explora esa frontera misteriosa entre el sueño y la creación, la duermevela y el delirio, la imaginación mítica o arcaica y la imaginación plástica, musical y teatral; una creación que navega entre la razón poética y la locura fanática, entre lo temporal y lo eterno, entre lo sagrado y lo profano, entre lo variable diario y lo arquetípico inconsciente. Es un teatro sobre lo mítico cotidiano que revela al espectador pensativo nuevos horizontes y nuevos cantos de lo mítico y lo simbólico más arcaicos, y los muestra vivos en las imágenes y cantos del sueño, de la religiosidad popular, de la memoria colectiva, del mestizaje y de la diaria realidad. Tampoco es un sueño, porque en el sueño el soñador es él mismo el espectador, las imágenes, el teatro, la escenografía, los personajes y la acción; aunque las imágenes de Nayra crean la sensación de estar viendo un sueño sagrado y sangriento y cómico y misterioso: el sueño de algún soñador desconocido que poco a poco es uno mismo, el espectador que cree soñar esas imágenes y se mira en ellas. Algunas, muy constantes, son imágenes tomadas de la vida de las ciudades de nuestra época: imágenes que aluden a las matanzas y las guerras que han asolado y asolan los pueblos sometidos a la égida del patriarcal dios de los ejércitos y la usura; imágenes de los cuerpos mutilados y descuartizados por la violencia y las guerras que nos llegan a diario en las noticias. Imágenes que dibujan la hondísima crisis humana y espiritual de la época y la crisis de todos los discursos que ven sólo en ellos mismos una salida.
Los predicadores y razonadores de Nayra están todos en el mismo suelo, sufren el mismo drama. La razón o la ciencia no valen más que la magia o los más delirantes discursos del fanatismo religioso o que la rememoración de arcaicas huellas perdidas en los páramos del inconsciente. La Muerte y el Dolor y el Humor y la Risa han puesto aquí todos los discursos sobre un mismo suelo dramático a competir por adeptos. No hay discurso - incluido el de la razón y la ciencia - que no busque convencer y vencer al escucha y ganarlo como su creyente. Nayra es un doloroso y humorístico llamado a la humildad, y al respeto por el que busca su fe y su roca sobre el mundo en otra creencia que la que usted o yo profesamos. Un llamado que muestra que en la fuerza de cada una de las tradiciones sagradas hay una verdad. Así en Nayra el arte teatral se muestra como el espacio generoso donde la abigarrada feria de la fragmentación de la mente y de la época, se yuxtapone sobre sí y dialoga consigo misma. Así vemos de un nuevo modo que el arte es la voz del otro, como decía el maestro Enrique Buenaventura.
Cuatro. Un poema sinfónico con forma de maelstrom. Con la certeza de que en ella hay algo muy poderoso e inédito, Nayra nos obliga a apropiárnosla e inventar una fábula mental y unos personajes a partir de los restos de tan caótica apariencia que nos presenta como simulación o sustitución de la representación teatral, y nos impone también la pregunta por la estructura y la forma, por su espacio escénico y su tiempo teatral. La estructura que logra que los fragmentos de la obra no confundan al espectador en la sensación de estar viendo un sueño incomprensible. La forma que hace que el ritmo nunca decaiga, que la atención esté siempre abierta y atrapada por la inefable belleza de sus imágenes, por la oscura y divertida extrañeza de lo que en ella sucede. Y al buscar respuesta a las preguntas por su estructura y su forma estéticas, uno comienza a ver otras relaciones y resonancias de la obra con la memoria poética y musical, y a comprender otras dimensiones de su complejidad artística.
La estructura temporal tiene forma puramente musical. Semeja un poema sinfónico que usa todos los recursos de la polifonía, desde el solista y el coro hasta la disolución caótica o aleatoria de la canción en múltiples melodías y frases y murmullos que solitariamente y para sí hacen los músicos actores al entrar en la soledad de sus rituales personales, como sucede con la canción inicial: "Hay sangre, hay sangre, hay sangre oh tierra madre". Las varias voces al mismo tiempo van creando una densidad creciente que en un momento climático estalla en el grito y la acción explosiva o violenta provocada por alguno de los personajes, para caer de nuevo en la quietud del silencio o de los murmullos casi inaudibles sobre los que comienza a crecer otro clímax por acumulación y creciente densidad de voces y acciones que en un punto de nuevo estalla y retorna a la monodia o al silencio. Este procedimiento rítmico y formal se repite con múltiples variaciones y va dibujando círculos descendentes, creando una especie de cono invertido. Podríamos comparar cada círculo a un número de circo, el circo del alma. En esos círculos los personajes aparecen y reaparecen y se relacionan en parejas contrapuestas, emulando la técnica de la exposición o aparición y repetición o desarrollo y desaparición de los motivos, inventada por el lenguaje musical. Nayra, en su viaje onírico por los abismos de la memoria mítica, desciende por esos círculos de estruendo y silencio hasta llegar al gran silencio del eclipse, silencio que nos hunde en el vacío y la muerte y con el cual se inicia el doloroso círculo final de los amigos muertos, representados, cada uno, por fragmentos de un espejo roto que el borracho nombra y pone uno al lado del otro. El tratamiento de este ebrio, único personaje que quizá nunca sale de escena, es igualmente musical: el borracho es una especie de ostinato, de pedal o de continuo. Fuera de la sala, la obra se inicia con él, que en un taburete lee o descifra un pedazo de papel y farfulla en soliloquia mientras el público entra. Con él mismo, con su letanía de nombres de los amigos muertos y su silencio de lector de los espejos rotos, Nayra entra en su final. Hay un extraño personaje todo cubierto de polvo o barro blanco que aparece tres veces. Este misterioso personaje cruza la escena y su cruzar sume el ambiente en quietud y silencio. Son apariciones que por la fuerza del silencio y la quietud que producen en la escena parecen puntuar la forma temporal musical de la obra. Su primera aparición marca el fin de lo que pudiera ser el prólogo de la obra. Luego reaparece hacia la mitad. Su último cruzar, al final del círculo de los amigos muertos y los espejos rotos, cierra la obra. Con su silencio, el espejo roto condensa y refleja en un instante toda la energía de todas las imágenes y momentos sucedidos en la obra. Es el espejo roto de la memoria arquetípica que desde el fondo del tiempo y del abismo al que Nayra nos ha llevado en su descenso, nos golpea en el vientre y en el alma y produce un dolor inefable, un vacío místico, que a muchos nos lleva al llanto y a otros al desconcierto y a otros al silencio.
El tiempo de Nayra es un descenso rítmico, con forma musical y de gran poema. Una forma semejante a la que emplea Dante en la Comedia, o vemos en el mito del descenso de Orfeo al Hades infernal, o en el viaje del poeta Jean Arthur Rimbaud por su "Temporada en el Infierno", que le lleva a ver "allá abajo" - "là bas" -, la verdad en un alma y en un cuerpo: "La verité dans une âme et un corps". Nayra es un homenaje a los grandes descensos de la poesía: un homenaje a Orfeo, a Dante, a Rimbaud, a los grandes poetas infernales. Y a los maestros del pensamiento sinfónico.
Cinco. El placer de la repetición y la plástica teatral.
Tiene la obra también una estructura o forma plástica teatral que corresponde al empleo singular del espacio escénico, de la imagen performativa, de la instalación, de la plasticidad de los símbolos arcaicos y de lo religioso popular latinoamericano; de la forma, el colorido la vestimenta y disposición de los altares, los personajes, las procesiones. El espacio escénico de Nayra es un espacio circular u ovalado y cósmicamente orientado, que encierra o religa y organiza la presentación y a los espectadores en su útero. Por el norte entran los personajes y hemos entrado también los espectadores. Si imaginamos este óvalo como un reloj de trece horas, a las cero está el norte, la puerta de entrada y el púlpito del predicador; a la una hay una tarima de espectadores; a las dos el altar de los José Gregorios; a las tres otra tarima con público; a las cuatro el altar de la virgen de las carreteras; a las cinco más público; a las seis el sitio del borracho y su cruz y sus espejos; a las siete otra vez público y la salida sur; a las ocho la diosa de los pechos generosos; a las nueve otra puerta; a las diez el altar del sepulturero y sus tumbas; a las once público; a las doce la virgen bifronte; y a las trece público. En cada nicho o altar suceden acciones y se musitan nuevas voces, oran y actúan diferentes personajes. Así desde cada tarima la obra es otra y a semejanza del relato mítico, nos da múltiples versiones o variaciones, y varios planos de significación que se complementan entre sí. Por esto Nayra exige verla varias veces desde diferentes sitios, pero también por su polifonía misteriosa y porque nos llama o induce al antiguo placer infantil de gozar con la repetición de lo mismo: con el dolor, la risa, y la misma operación al corazón abierto de los símbolos que nos constituyen como cultura y como individuos.
La plasticidad de la imagen de Nayra escenifica la plasticidad de lo sagrado popular: de los altares de vírgenes o santos en las plazas de mercado, en las cárceles, en los colegios o de las vírgenes de las carreteras, de los altares del sicario que reza a su arma, de las procesiones de semana santa, de los altares de las iglesias de los barrios más populares y de los templos mestizos donde perviven los dioses y diosas de las tradiciones indígenas y los dioses y diosas de África y los dioses y diosas de Grecia mezclados con las tradiciones del sangriento catolicismo medieval y la retórica del pastor evangélico radiotelevisivo. Pero la plasticidad de Nayra es también la de la acción plástica o performativa. Lo performativo es empleado en ella como recurso del lenguaje teatral. Esto le da otra hondura a su misterio, otro color a su polifonía. Y aunque en Nayra sus imágenes y acciones plásticas o performativas presentan en la escena teatral arcaicos símbolos, vivos en el mestizaje cultural, y variaciones de mitos y temas sagrados que son el material con el cual construimos nuestros sueños y mitos personales, también de estas imágenes performativas de la obra podemos decir, como de toda performancia, que son lo que son y nada más.
Seis. El mestizaje sagrado. Las imágenes, personajes y situaciones de Nayra aluden al mestizaje sagrado que a los pueblos del trópico latinoamericano nos hace herederos de una dilatada memoria ancestral con ecos y resonancias de las grandes tradiciones culturales del mundo. Memoria mestiza que se nos presenta como un río de revelaciones que no parece fluir del pasado sino del futuro. "Nayra, La Memoria", sugiere o profetiza que ese futuro inminente se cuece en el rescoldo de la olla de la sabiduría indígena del trópico americano; un futuro en que no gobierna ya más un solo dios, en que el monoteísmo se diluye en su intolerancia y su sangriento militarismo. En Nayra podemos vislumbrar o imaginar que hoy, de las almas vivas de los dioses y diosas de África, de América India, de la Grecia enterrada, de Egipto, de la Antigua Mesopotamia, y de tantas tradiciones arcaicas que subyacen en la memoria del mestizaje sagrado, empieza a brillar otro destino de antigua belleza, a renacer el espíritu solidario de la sociedad humana, la amorosa reconciliación con la naturaleza y con lo humano creador, con el trabajo y con el amor y el sentido de lo sagrado y de lo justo. Las diosas enterradas y los dioses muertos sueñan y reviven en el alma de la presentación teatral, en el alma de los cantos, y en la voz y en la mirada que los escucha y los recuerda.