Por Jorge Pignataro Calero
Todo parece indicar que no será necesario esperar al cierre de la temporada teatral 2006 para efectuar la tradicional reseña que, a modo de balance, ha impuesto la rutina periodística. Y con el ineludible pedido de disculpas ante los lectores, vamos a cometer - creemos que justificadamente - el pecadillo de citarnos, porque ante el gris resumen que podría hacerse desde ya de dicha temporada no podemos menos que recordar el título que pusimos a nuestra reseña anual de 1978, publicada en el desaparecido "El Diario". Título que, jugando a parafrasear el de la difundida obra de Arthur Miller, rezaba "Panorama desde el sótano", buscando encerrar en pocas palabras la pobreza de aquella temporada.
Tras la dura constatación implícita en ese título, el subsiguiente desarrollo comenzaba con un párrafo lapidario:
Nunca el teatro uruguayo había descendido tanto [...] ya sea en calidad como en cantidad. Y aunque se pueda rescatar algún título, algún espectáculo, algún nombre de intérprete o de técnico que logre acumular en torno a él adjetivos suficientes como para sobresalir por encima de los demás, su presencia no basta para redimir al año 1978 como el más pobre y débil, teatralmente hablando, de las últimas décadas.
Si bien es cierto que en este 2006 las cosas no son tan graves - no olvidemos las duras condiciones que padecíamos en 1978 bajo uno de los más agudos picos de represión y mordaza de la dictadura militar -, hoy parece que no bastó con la recuperación de la democracia política. Y si las cosas se presentan grises, tal vez sea porque la recuperación de la democracia social - que, obviamente, involucra a la cultura - está por verse.
Un diagnóstico de casi parecido contenido al de 1978 encerraba la cuestión que dos años más tarde se planteaba en una entrevista de prensa el referencial Ángel Curotto - autor, director y productor que durante diez años condujera a la Comedia Nacional, y fue testigo lúcido, fiel y peleador del teatro nacional - preguntándose: "¿Qué pasa con el teatro en nuestro país?". Hoy, seguramente, la difícil respuesta de parecido tenor no podría, como entonces, achacar cierta retracción del público - no tan grave pero sin duda real - a la competencia de una incipiente industria cinematográfica local hoy en pujante desarrollo, ni a la lamentable televisión vernácula que sigue siendo tan precaria como en aquellos años, ni a los costos de montaje que la cercana crisis económica tornó insoportables. A pesar de seguir siendo el teatro el espectáculo más barato, el apresuramiento, la falta de rigor y de imprescindible autocrítica y cierto aire de cosa improvisada continúan siendo a menudo los factores que deterioran gravemente los resultados de boletería como expresión tangible de la citada retracción. Se ha originado un círculo vicioso cada vez más estrecho, acentuado por la apatía, la imprevisión y los olvidos que se reprochan con frecuencia a las esferas oficiales y que alcanzan no solo al teatro sino a otras áreas de la cultura nacional.
El teatro del Uruguay carece prácticamente de estímulos apreciables y los teatristas siguen denodadamente haciéndolo conforme al dicho popular, como ratas por tirante. La COFONTE (Comisión del Fondo Nacional de Teatro) administra chirolas; escasean las salas adecuadas y cada vez más se hace teatro en espacios inimaginables para esa función; la Escuela Municipal de Arte Dramático vive en permanente zozobra itinerante tratando de echar raíces en alguna sede física adecuada; las autoridades que debieron actuar miraban para otro lado cuando salas tan valiosas como el Radio City y el Trocadero caían en manos de comerciales sectas seudorreligiosas; el viejo y querido cine Metro habría sido adquirido por Sofovich y Susana Giménez que seguramente lo transformarán en una sucursal de lo peor de la calle Corrientes; nadie se mueve para rescatar el simpático teatrito La Máscara de venerable historia; salvo los flacos aportes municipales, ministeriales y de AGADU (Asociación General de Autores del Uruguay) no existen otros concursos para autores nacionales; la famosa ley de mecenazgo duerme en las gavetas de los despachos parlamentarios; y hasta los críticos se ven en figurillas para llevar a cabo la tradicional premiación de los "Florencio", único galardón que distingue a nuestros teatristas... En fin, un largo rosario de desaciertos, desinterés, desidia y poca, escasa o mala voluntad se aplica al teatro como buque insignia que fue, durante años, de la cultura nacional y que, por serlo o haberlo sido, merecería otra consideración.
Un escaso puñado de títulos y figuras que hasta ahora se han conocido y celebrado ("El método Grönholm" del catalán Jordi Galcerán; el siempre bien recibido Chéjov en "Ivanov, el hombre perdido"; el "Agamenón" esquiliano talentosamente revisado por Alfredo Goldstein), puñado que incluye autores nacionales como "El disparo" de la fraybentina Estela Golovchenko o las reposiciones de "Chau, todo" de Milton Schinca y "La Esperanza S.A." de Carlos Manuel Varela, no bastaban para colorear de optimismo tanta grisura. Felizmente, lo poco que restaba para llegar al final se vio gratamente sacudido por dos espectáculos que, confirmando aquello de la semilla que no muere, han dotado de color y vigor a tan anémica temporada.
Uno de ellos es la tercera versión conocida aquí de "Paternoster", de Jacobo Langsner, sin duda el título más importante de su vasta producción, que se estrenara en Montevideo en 1979 bajo la dirección de Mario Morgan; en 2001 lo dirigió Agustín Maggi, y ahora ha vuelto de la mano de Álvaro Ahunchain. (En Buenos Aires se estrenó en el Payró en 1981). Seguramente el director y dramaturgo Ahunchain, consciente de tales antecedentes, y valido de su experiencia y su asombrosa y exultante facundia imaginativa - largamente demostrada desde su inicial "Macbeth" de Shakespeare hasta la reciente "La sangre" de Sergi Belbel -, y con especial cadencia proclive al humor negro, revisó y profundizó el texto de Langsner, subrayó con precisión quirúrgica los ribetes más siniestros, y aprovechó al máximo las posibilidades de uso que ofrecía el espacio de La Colmena, una sala musical prácticamente virgen para el ejercicio dramático. En la empresa estuvo acompañado por y apoyado en los magníficos desempeños actorales de Beatriz Massons y Horacio "Bimbo" Depauli, hace bastante tiempo ausentes de nuestros escenarios; y del creciente oficio de Álvaro Armand Ugón, uno de nuestros más importantes valores jóvenes. A destacar, además de las luces puestas por "Nacho" Tenuta, los comentarios musicales que encadenan las secuencias de la obra, ejecutados al piano en vivo y con brío por el quinceañero "hijo'e tigre" Felipe Ahunchain.
El otro ejemplar es el inagotable clásico goldoniano "Arlecchino servidor de dos patrones", drásticamente revalorado por Ismael Da Fonseca, otro talentoso exponente de lo que, junto con el citado Ahunchain, constituyen la que podríamos llamar "generación del 62", año en que nacieron ambos. Además de dirigirlo con apabullante dinámica plena de humor y exigencia física para su magnífico elenco, Da Fonseca asumió el rol protagónico poniendo a su servicio no solo su sólida formación sino también y visiblemente, los elementos adquiridos en su largo periplo por los teatros del mundo.
Es penoso arribar a estas comprobaciones, pero un deber crítico es seguir apretando todos los timbres de alarma aunque estén secas sus pilas, como se lamentaba Enrique Santos Discépolo. No tendría sentido el ejercicio de la crítica si nosotros también miráramos para otro lado, y no nos detuviéramos en actitud alerta ante el cúmulo de escollos que, en sucinto inventario, apuntamos en párrafos anteriores. El teatro uruguayo debe seguir dando la batalla por los más altos valores éticos y estéticos, como reclamaba el maestro Atahualpa Del Cioppo, cuyas enseñanzas siguen tan vigentes como en su tiempo y marcan claramente el derrotero a seguir.
SEPTIEMBRE DE 2006