Por Eugenio Barba
Cuando pienso en las demostraciones de trabajo, recuerdo antes que nada su origen casual, en 1978, debido a la presión de una dificultad imprevista.
Sin embargo, no hay que confundir la cronología con la lógica de los acontecimientos. Cuando a inicios de los años sesenta del siglo pasado trabajaba junto con el Teatr Laboratorium de Jerzy Grotowski, en Opole, Polonia, tenía que explicar a veces el carácter de su training y de sus espectáculos a quienes no lo conocían. Cada vez que trataba de describir su "calor", me encontraba obligado, una vez más, a hablar sobre el trabajo de composición "en frío". Y cada vez que respondía a preguntas sobre la técnica de composición y sobre el training, terminaba hablando de resultados, cuando a los ojos de los espectadores la técnica se vuelve invisible y aparece el cálido fluir de la organicidad escénica.
"Frío" y "calor" podían ser mentalmente separados, incluso si en la realidad danzaban tan entrelazados como para volverse invisibles el uno separado del otro. Exactamente como los conceptos opuestos de Premeditación e Improvisación.
Pienso que aquí está la impronta original de la cual nacieron las demostraciones de trabajo que constituyen hoy un aspecto de la tradición del Odin Teatret. Estaba ya presente el deseo de poner juntas materialmente las dos naturalezas del trabajo, separarlas para indicar la tendencia a ser inseparables.
Había leído cómo las actrices y actores del pasado realizaban frecuentemente "Conciertos". A veces eran simples recitales, antologías de su propio repertorio. Pero otras veces se trataba de un tipo de conferencias en donde los actores contaban las etapas de su carrera, la manera de interpretar uno u otro personaje, y luego intercalaban sus exposiciones con ejemplos. Sin trajes escénicos, pelucas ni maquillaje, hacían aflorar fragmentos de espectáculos sumergidos. A veces no eran ni siquiera conferencias, sino simples conversaciones.
Así había hecho Mei-Lanfang, en Moscú, en 1935, cuando improvisó una demostración de trabajo en el curso de un agasajo en la sede de la Asociación de Trabajadores del Arte. Delante de un pequeño grupo de colegas, entre los cuales se encontraban Stanislavski, Eisenstein, Taírov, Piscator, Brecht, Tretiakov, interpretó, en frac, algunos roles femeninos de la Opera de Pekín. Aparecieron fantasmas de grandes, desesperadas y heroicas mujeres, que, sin embargo, no alcanzaban a esconder al pequeño chino vestido con ropas europeas de las cuales habían emanado. Fue una demostración-epifanía que permitió a Brecht afilar la propia visión del extrañamiento.
Se contaba una anécdota semejante, ocurrida hace menos de dos siglos atrás, a propósito de David Garrick, durante uno de sus viajes a París. El gran actor inglés, siempre en el cruce entre lo cómico y lo trágico, hombre culto y aparentemente dotado de un prodigioso talento natural, había encontrado a los filósofos materialistas que estudiaban la "máquina" - no el alma - del hombre. Construían la revolucionaria arquitectura de la Enciclopédie y estaban absorbidos por la pregunta acerca de la relación entre sentimientos y pasión por un lado, y el engranaje de los músculos, nervios, corazón y venas por otro. La relación, en suma, entre el hombre-máquina y el hombre-espíritu. Algunos de estos filósofos visitaban regularmente aquellos infiernos en tierra, los loqueros de aquel entonces. Trataban de comprender cuáles eran y dónde se encontraban las fallas de aquellas enloquecidas "máquinas". A veces, con pensamientos escandalosos y peligrosos, se aventuraban a considerar los elementos comunes entre locura, criminalidad y santidad. Como si el éxtasis y la Gracia pertenecieran a la misma familia de acciones de locos y criminales incorregibles.
En el curso de una discusión, Garrick había asegurado que se sentía en grado de recorrer a toda velocidad la gama de las pasiones, sin que ni él ni aún menos sus espectadores fueran capaces de distinguir en sus acciones lo "natural" de lo "artificial". Recibió algunas expresiones escépticas de sus interlocutores. Pensaban, justamente, que la artificialidad de una acción escénica era siempre evidente. Garrick salió de la habitación, cerró la puerta y la reabrió. Su rostro estaba descompuesto de dolor. Salió. Instantáneamente reapareció como un individuo inmerso en pleno acercamiento sexual. Desapareció. Instantáneamente un hombre santo en actitud de rezo reapareció. Luego, un rostro descompuesto por la ira. Luego, el cúlmine de la alegría. De los celos. De la ternura. Y así sucesivamente.
Cada vez, los allí presentes creían en la verdad de esas pasiones y de esos sentimientos. No había ninguna diferencia entre los síntomas que les mostraba el actor inglés y los síntomas que habían observado en el rostro de ciertos pacientes. Sólo la rapidez con la cual se alternaban las diferentes expresiones demostraba la artificialidad de una técnica fría subyacente a la incandescente "verdad" de los resultados. Diderot hizo un tesoro de esa demostración de trabajo cuando explicó su opinión "paradójica" según la cual el actor sublime no siente para nada las pasiones que representa, sino que las mueve desde afuera, en frío, como un titiritero con su marioneta.
Eran episodios que yo había leído en los libros y que coincidían con mis intentos de explicar técnicamente la incandescencia de los espectáculos de Grotowski. Una vaga idea comenzó a crecer en un rincón de mi cabeza: que fuera posible volver evidente la doble faz del trabajo teatral. La complementariedad del ejercicio "en frío" y del proceso orgánico "cálido" podía tal vez encontrar su forma a mitad de camino entre pedagogía y espectáculo.
Algunos malentendidos reforzaban esta idea.
Durante los primeros años de vida del Odin Teatret, nos había sucedido a veces tener que mostrar en público nuestro training, vedado en general a miradas extrañas. En abril de 1967, la televisión danesa transmitió un reportaje de unos veinte minutos sobre nuestro trabajo. Como no teníamos un espectáculo filmaron nuestros ejercicios. La gente de Holstebro vio por primera vez el trabajo del teatro que hospedaba en su ciudad desde hacía algunos meses. Les parecimos un grupo de histéricos. Debo decir que también mis compañeros y yo tenemos una impresión semejante cuando hoy volvemos a ver aquel filme, en donde el entrenamiento es presentado sin su faz complementaria: los resultados artísticos.
Algunos meses después, fui con Torgeir Wethal y Else Marie Laukvik al encuentro "Por un nuevo teatro" en Ivrea, Italia. Allí se encontraba la aristocracia de la vanguardia italiana, desde Carmelo Bene a Dario Fo. Presentamos ahí también nuestro training. Los pocos que asistieron a la demostración de trabajo respondieron de manera opuesta pero equivalente a la de los daneses que nos habían visto en televisión: nos consideraron un teatro consagrado al virtuosismo técnico.
Pude constatar un malentendido de signo contrario, cuando en 1973 presentamos "La casa del padre" en la Universidad de Lecce en Italia. Durante una de mis conferencias, Iben Nagel Rasmussen mostró su entrenamiento cotidiano. Fue visto como un espectáculo dramático, una representación de dolor y pasión. Algunos de los estudiantes quedaron profundamente afectados. Y, sin embargo, era sólo trabajo técnico.
La práctica del training comenzaba a difundirse en aquellos años y se transformó frecuentemente en una bandera que definía la "diferencia" de algunos grupos teatrales independientes. A veces podía volverse una bandera sofocante. Hacer el training corría el riesgo en ciertos casos de absorber todo el sentido del trabajo. Comenzamos a ver entrenamientos que no venían acompañados por ningún espectáculo. El instrumento se transformaba en fin. Los ejercicios se convertían en una enésima ilusión - de signo contrario e igual de perniciosa: que se podía prescindir de la técnica.
En consecuencia, existían ya muchas experiencias, muchas preguntas y reflexiones que brotaban en los rincones de mi cabeza y en la de mis actores cuando en 1978 el Odin Teatret fue plagado de regalos y no sabíamos qué hacer con ellos.
Durante tres meses todos los actores habían estado fuera del teatro, en distintas partes del mundo, para realizar "viajes de estudio". Teníamos que reencontrarnos todos en Holstebro, y cada uno debería contar a los otros los resultados del propio trabajo fuera de casa. Algunos mostraron técnicas que no conocíamos; otros incluso, espectáculos con trajes, máscaras y cantos aprendidos con maestros en Bali o India. No podía desecharlos. Pero tampoco podía incluirlos en nuestro repertorio. Eran cuerpos extraños. Eran pequeños espectáculos aprendidos y ejecutados con gran precisión, pero siempre creados en pocos meses. Yo estaba convencido de que en tan poco tiempo uno no se apropia de un estilo clásico ni lo metaboliza.
Me encontraba dividido entre la admiración por el trabajo de mis compañeros y la imposibilidad de utilizarlo. Ideé una estratagema: algo a mitad de camino entre espectáculo y conferencia, y lo titulé "Cuartos del Museo del Teatro". Dos actores, Toni Cots y Tom Fjordefalk, uno español y el otro sueco, mostraron los elementos de base de la danza balinesa y del kathakali hindú, sus codificaciones y convenciones, su léxico físico. Luego, al final de la demostración, se ponían las vestimentas y el maquillaje de aquellas formas clásicas de teatro y presentaban dos pequeños espectáculos.
Y así, "por desesperación", se tradujo por primera vez en la práctica aquella idea que había incubado durante mucho tiempo, unir demostraciones técnicas y partes de espectáculo, las dos caras de la luna teatral, la cálida y la fría.
La primera y verdadera demostración-espectáculo sobre la tradición del Odin no se parecía a un "Cuarto del Museo". Fue "Luna y oscuridad" de Iben Nagel Rasmussen. Ella se sentía cada vez más descontenta con el trabajo pedagógico de corta duración, con los seminarios de una o dos semanas. Le parecía que difundía fórmulas y recetas que encontraban su sentido sólo en la continuidad del trabajo. Entonces acortó los tiempos. Para escapar del riesgo de las fórmulas encontró una forma. Cuando me lo mostró por primera vez, era 1980, "Luna y oscuridad" no se llamaba aún así pero ya estaba listo. Mostraba los principios elementales del training, ejecutaba y explicaba algunos ejercicios, discutía su utilidad, indicaba dónde anidaban las trampas y riesgos de malentendidos. Luego recorría las etapas de la propia vida de actriz y mostraba cómo los elementos técnicos se transformaban en espectáculo, canto, acciones y palabra.
Inventó sin quererlo un género teatral que hoy parece haber existido desde siempre, en nuestro y en otros teatros: una obra-puente entre el espectáculo y el seminario pedagógico, entre anatomía, autobiografía y dramaturgia.
En 1988, Roberta Carreri condensó en una demostración-espectáculo de dos horas lo que había presentado y dicho en tres jornadas de lecciones en una universidad (en L'Aquila, Italia), donde había hecho una recapitulación de la propia autobiografía profesional. El resultado fue "Huellas en la nieve", una obra escénica estructurada en todos sus detalles, sin nada dejado al azar, pero que asume el aspecto y las convenciones de una conferencia entremezclada de ejemplos. Con las necesarias actualizaciones, permanece, luego de casi veinte años, en su repertorio y en el de nuestro teatro.
También "El eco del silencio" de Julia Varley nació de algunas jornadas de lecciones en la universidad (L'Aquila, 1991), sólo que la actriz dio vuelta a la dramaturgia de las precedentes demostraciones. En vez de partir de principios técnicos, partió de los obstáculos. Presentó una gama de la propia técnica vocal como respuesta a los problemas de una voz de por sí poco dotada, juzgada no apta para la escena. Logró soluciones muy lejanas a aquellas que durante años habían caracterizado las elecciones estilísticas del Odin Teatret. No las negaba, pero tampoco se adecuaba. De esta manera, ponía en primer plano la cara de la técnica que en general permanece escondida: el ser una lucha contra una situación de minoría. La hermana gemela y opuesta del así llamado "talento natural".
La técnica, el trabajo "frío", es frecuentemente descrito como una elección de estilo. Es, en muchos casos, un rechazo. La historia de Stanislavski testimonia cómo en las raíces de su radical búsqueda científica de las bases técnicas del actor se encontraba el temerario y lúcido intento de compensar la falta de un talento natural. El Odin Teatret había vivido esto en primera persona: parecíamos fascinados por el virtuosismo porque estábamos obligados a ser autodidactas.
"Los caminos del pensamiento" de Torgeir Wethal presentó, en 1992, un rostro aún distinto. Una demostración de trabajo conducida por un actor sentado a una mesa parece una contradicción en sí misma. Aún más si su autor y protagonista es el actor que ha fundado conmigo en 1964 el Odin Teatret, y que ha participado en todos los espectáculos que yo dirigí. Somos considerados un teatro "del cuerpo", de la fisicalidad, un teatro acrobático enemigo de la centralización de la palabra. Torgeir Wethal, se sienta y habla. Se levanta sólo de tanto en tanto y no da más de uno o dos pasos. Muestra cómo la mente y la imaginación del actor que improvisa, pueden ser ejercitadas, reguladas y variadas con dinámicas equiparables a aquellas que presiden el dinamismo físico. El "espectáculo" de esta demostración es una sucesión de miniaturas.
No hay una técnica del Odin Teatret. Ninguno de mis actores puede ser considerado intérprete ortodoxo de mis visiones y de mis teorías. En nuestra intimidad somos un grupo de incrédulos, aun antes de confrontarnos con el mundo que nos circunda. Y de esto me siento particularmente orgulloso.
Luego de tantos años de trabajo juntos, luego de tantas experiencias vividas en la ISTA, International School of Theatre Anthropology, fundada por mí entre 1979 y 1980, imaginaba que el acuerdo sería casi total al menos en un punto: considerar la danza como la base del bios escénico. Para la sesión de la ISTA que se llevó a cabo en Copenhague en 1996, dedicada al tema de las relaciones entre lo que entendemos con el término "danza" y lo que entendemos como "teatro", pedí a Julia Varley, Roberta Carreri, Iben Nagel Rasmussen y a Torgeir Wethal que me presentaran sus visiones a través de acciones y palabras. Les propuse que cada uno preparara una mini-demostración de trabajo de alrededor de 20 minutos. Imaginaba un coro. Me encontré delante de un panfleto burlón y generoso: cuatro "números" que iban en las direcciones divergentes de la rosa de los vientos. Que se respondían a distancia, que parecían tomarse en broma justamente en los puntos en donde cada uno decía cosas parecidas con sus propias palabras.
Como hacía veinte años, cuando los actores se habían ido de viaje y habían regresado cargados de pesados regalos, me encontré una vez más proyectado en el rol de espectador asombrado y perplejo, divertido y conmovido por aquello que consideraba "mi" teatro. Esa demostración de trabajo, que llamamos "Los vientos que susurran en el teatro y en la danza", ha entrado, ella también, en nuestro repertorio. Algunos de nuestros estudiosos, compañeros de viaje, la definieron como un cabaret basado en los fundamentos del saber teatral. Otros, sobre todo actores y directores, la vieron como un diálogo filosófico hecho a la manera de los actores. Qué cosa sea realmente, no lo sé. Pero está viva. Y me dice, sobre todo, que un director afortunado no es aquel que puede dar forma al teatro que sueña, sino aquel que, a pesar de la familiaridad y las experiencias comunes, luego de tantos años, puede aún encontrarse en la condición de intentar conocer con el fuego de los sueños y el hielo de la ciencia, el teatro que creció a su alrededor.
Hoy, las demostraciones de trabajo del Odin Teatret son una parte importante de nuestro repertorio. Más allá de aquellas que he recordado, existen algunas que tienen que ver con la relación entre actor y director ("El hermano muerto" de Julia Varley, 1992); o la confrontación con escenas y personajes clásicos ("Casa de muñecas", de Roberta Carreri y Torgeir Wethal, 1998; "Texto, acciones, relaciones", de Tage Larsen y Julia Varley, 1998). Rodean nuestros espectáculos, los acompañan como pequeñas radiografías de colores. ¿Podemos hablar de las demostraciones de trabajo, hoy presentes en muchos teatros, como de un género o subgénero teatral? No es esta para mí la pregunta más interesante.
Lo que más me interesa es vivir y hacer vivir la experiencia de dos serpientes que se acoplan y se alejan: "frío" y "cálido", mecanicidad y organicidad, convención y creación, composición premeditada e improvisación. Un poeta que había perdido el don de la vista, o que se había liberado de su impedimento, como Borges solía decir, describió este misterio artesanal como una danza que ninguno, incluso con los ojos desgranados, sería capaz de ver: la danza del álgebra con el fuego.
En el oficio teatral, el acoplamiento de elementos que existen para no encontrarse se vuelve visible y tangible, pero no puede ser programado. Es lo que escapa a la pedagogía. Es saber tácito que puede transmitirse sólo por contagio. Es artesanado, oficio, pero también misterio.
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO: ANA WOOLF
Este texto sobre las demostraciones de trabajo del Odin Teatret ha sido escrito por Eugenio Barba para el libro "Desmontajes. Procesos de creación e investigación escénica", compilado y prologado por Ileana Diéguez, que será editado por la Universidad Iberoamericana y Escenología, en colaboración con el Centro de Investigación Teatral Rodolfo Usigli, en México, DF.