Por José Monleón
No hace muchos años, todo artista, escritor o, según el término incierto pero generalmente aceptado, intelectual, dignos de tal nombre, testimoniaban, con su propio lenguaje, sobre su existencia personal y las circunstancias históricas en que esta transcurría. Su resistencia a la brutalidad del Poder, a la injusticia social, a los neoimperialismos económicos o las múltiples expresiones del integrismo, constituía algo así como una fuente incesante de salud colectiva. Luego, esa tensión, en buena medida, cesó, como si en la lucha entre la independencia o la libertad de los intelectuales y las aspiraciones de dominio, representadas por el Poder Político - siempre armado de su correspondiente ideología -, este último hubiera ganado la batalla, liquidando una confrontación que ha sido esencial para el pensamiento democrático.
A esta consideración hay que añadir, sin embargo, algunas reflexiones.
La primera sería que la victoria, por cualquier medio, de las ideologías aristocráticas - es decir, casi lo contrario de la Política, entendida como una ordenación de la paz y la justicia entre los ciudadanos - no ha supuesto para estas la conquista de una autoridad moral. Simplemente este valor ha sido borrado en las relaciones sociales. Manda o se impone el colectivo o el individuo más fuerte y su único argumento "creíble" es su victoria, por más que muchos líderes intenten estructurar discursos, cada vez más sonrojantes, sobre la licitud moral de sus acciones. Para ello nos remiten a unos determinados principios - laicos, religiosos, o superpuestos -, situados por encima del debate racional, en función de los cuales las decisiones más brutales e interesadas tienen sus raíces en la lucha del Bien contra el Mal. El ser humano, como tal, como persona, desaparece, y, cuando es declarado "enemigo" por el Poder, pasa a formar parte de generalizaciones, donde los muertos son, aplicando el argot militar, simples bajas, etiquetas con la hipotética asepsia de "inmigrantes", "palestinos", "afganos", "terroristas", y aún "infieles"; en definitiva, "los malos", como lo vemos en tantas películas y sermones que han hecho del enfrentamiento el mecanismo vital por excelencia. "Descosificar" al hipotético malvado, sacarlo de la etiqueta, devolverle un rostro humano, un dolor y una esperanza singulares, ha sido siempre tarea de los "artistas" y de los "intelectuales", parcialmente vencidos hoy, al parecer, por esa globalización del terror y de las razones de Estado que han despoblado la tierra de seres humanos para sustituirlos por los nuevos robots de la sumisión y del consumo.
Parece, por otro lado, evidente - y bastaría recordar en España el destacado papel de los autores, directores de cine, actores y gente que se agrupó, respondiendo a la invasión iraquí con la Plataforma de la Cultura contra la Guerra - que cada vez son más los creadores en lucha contra esa somnolencia ética.
Algo grave, sin embargo, ha tenido que suceder para que, en estos tiempos, cuando la muerte y la estupidez globalizan buena parte de la tierra, numerosos "intelectuales" y "artistas" sigan rehuyendo el "compromiso", y sean los movimientos de la llamada sociedad civil - a través de las ONG, o frente a realidades puntuales, lejos de la triste "conducción de las masas" - los que restituyan, una y otra vez, hasta donde les es posible, la imagen de la dignidad humana, la mirada y la sensibilidad ante lo que ocurre en el mundo.
Por mi parte, estoy convencido de que en esta dejación de la vieja función "ética" de intelectuales y artistas media una especie de vergüenza, consciente o inconsciente, por su entrega a causas luego ampliamente traicionadas por sus gestores. El compromiso con las alternativas de cambio que debían resolver determinados problemas se ha resuelto a menudo en un "tráfico de utopías", dirigido por los beneficiarios del poder. El intelectual o el artista han sentido que su "compromiso" era aprovechado frecuentemente para alcanzar objetivos ajenos a lo que él defendía y esperaba. Y, en muchos casos, ha preferido retirarse de la plaza pública para gozar de la falsa visión del mundo dictada por su soledad y el espacio reducido de su torre de marfil. El artista ha sentido que no hay mayor laberinto que el mundo y ha preferido el desgarro de su laberinto personal. La globalización del neocapitalismo, la concepción competitiva de la sociedad, la asunción de la insolidaridad como principio de supervivencia, la afirmación de las razones de Estado como norma incontrovertible, la manipulación sistemática de la información, han cortado las alas del espíritu y han planteado la exigencia de vivir en el redil. Y así ha sido aceptado - al amparo de muy diversos discursos - por muchos de los que, antaño, intentaban mirar el mundo en su pluralidad.
Pienso yo que es el momento de volver a reclamar el concepto del "compromiso", desvinculándolo de toda servidumbre doctrinaria, incorporándole, con carácter sustantivo, la condición de "crítico", es decir, no alzado con los "unos" frente a los "otros" sino en el espacio donde el conjunto de la realidad es abarcable, donde es posible descubrir la relación causal de tantos horrores y las razones materiales y políticas que los determinan, donde no cabe, en fin, la invocación de principios que los seres humanos, en la defensa de su felicidad, su justicia y su concordia, no deben aceptar. Si los doctrinarismos han sido los grandes enemigos de la racionalidad y la justicia social durante el último siglo - hasta llegar a los extremos de nuestros días - lo que procede no es rechazar la racionalidad y la justicia social, sino el doctrinarismo.
Hay que estar nuevamente en la plaza, frente a quienes manejan el incensario patriótico o religioso para ocultar, con cháchara dulce y paternal, los intereses económicos o de dominio que los impulsan. Hay que arrojarse de cabeza en las aguas pantanosas de la utopía, entendida como una realidad posible, deseable, y sólo anticipada, donde ninguna generación, ningún pueblo, ninguna raza, ninguna persona, haya de pagar un precio para que resplandezcan las banderas y los signos del Poder o de los principios Sobrehumanos.
Bien se entiende que esta exigencia de la libertad del individuo escritor no supone el rechazo de sus ideas por el simple hecho de coincidir con las que son propuestas desde determinados campos políticos concretos. Se trata de cuestionar la subordinación previa de la obra artística a cualquier ideología, en la medida que ello suponga, por parte del autor, una dejación de su capacidad de observación, de su espíritu crítico y de las propuestas de su imaginario. Asumido este principio - que estará presente en la obra, desde comienzo a fin -, es obvio que los creadores, como seres humanos que forman parte de una sociedad, a quienes el mundo no se les ofrece como un espectáculo para que lo juzguen desde fuera de él, nos propondrán "interpretaciones" de la realidad coincidentes o disonantes respecto de otras propuestas hechas por los distintos sectores de la sociedad.
Llegados a este punto, parece necesario sacar una conclusión: el profundo cambio sufrido por la concepción del compromiso en tanto que el primer compromiso de un escritor con cualquier "interpretación" de la sociedad o programa de futuro, empieza por su relación crítica con esa interpretación o ese futuro. La historia de los escritores que identificaron el compromiso con la renuncia a las preguntas que suscitaban las ideologías con las que se proclamaron comprometidos ha conducido, quizá, no sólo al empobrecimiento de su obra, sino lo que es mucho más grave y de alcance histórico, a la parálisis, al descrédito y aun a la liquidación de muchos discursos que un día parecieron llenos de sentido y de futuro.
Llevando adelante esta reflexión, el enfrentamiento ideológico del último siglo habría dado paso a una nueva respuesta política, derivada de la experiencia y de las interrogaciones del presente. Ya no se trataría tanto de un choque entre los programas sociales, como de la evidencia de que ningún cambio sustancial será posible mientras no se reduzca el número y el peso del colectivo de "balantes". (1) Quien dice amén sin un previo proceso crítico, quien es carne de cañón para la propaganda mediática de nuestros días, quien asume como propio el discurso que le es impuesto, y, en definitiva, cree "saber lo que quiere" - como explicaba Robert Kagan, uno de los asesores del presidente Bush, para mostrar la superioridad de la actual doctrina americana sobre la que divide y paraliza a la Vieja Europa, donde aún sobreviven los titubeos y las discrepancias -, constituye el gran obstáculo para la creación de una sociedad presidida por la justicia y el bien común. El cúmulo de ideologías que han hecho de un principio la palanca para construir sus particulares utopías nos sitúa, precisamente, frente a ese choque, en la terminología de Corman entre "balantes" y "pensantes", y establece, como primer compromiso del escritor, su pertenencia al segundo grupo.
No, como se sostuvo sistemáticamente durante décadas, como un militante del individualismo, reacio a admitir cualquier programa social sino, en un sentido bien distinto, como factor de revelación personal para los lectores o espectadores de su obra.
Obviamente, no se trata de postular la transformación personal en medio de la inmovilidad de las estructuras sociales. Sabemos que eso carecería de sentido y, además, no sería posible, precisamente por el poder de la estructura, como vemos hoy en todas partes, para crear la opinión masificada de los "balantes". Lo que se plantea, como respuesta crítica a cuanto ha sucedido y sigue sucediendo, es que el discurso sobre el orden social se vuelve vacío si silencia u olvida a los sujetos de ese orden, es decir, si da por hecho que basta su enunciado institucional y su implicación burocrática para considerarlo vigente. Son varios los países dotados de democracia representativa, con su correspondiente Constitución, en los que se ha registrado, sin necesidad de alterar las leyes capitales, una notable regresión en el ejercicio de las libertades públicas y aun en la conciencia personal de su importancia. Y, mirando la otra cara de la moneda, también han sido varias las revoluciones a lo largo del siglo XX, que, a partir de un proyecto de libertad y de justicia, una vez triunfantes, instauraron dictaduras y castigaron duramente el ejercicio crítico de la discrepancia.
Son evidencias, probablemente muy viejas y muy obvias, pero que han estallado de un modo quizá nuevo, y, en todo caso, con una proyección inusitadamente planetaria a comienzos del XXI. Quizá con dos referentes antagónicos, y, a la vez, integrados en el mismo discurso político, aun que alterando la identidad de sus héroes y sus villanos: el 11 de Septiembre del 2001 y la ocupación angloamericana de Irak. Dos hechos inscritos en un tejido de acontecimientos que vienen de lejos, pero que encarnaron, con inusitada nitidez, unos determinados proyectos históricos y religiosos, unas utopías - la del integrismo islamista y la del imperio de los Estados Unidos - que nos marcarán y determinarán por mucho tiempo. Utopías frente a las que, una vez más, se impone el rescate del "individuo pensante", entre los que tiene el dramaturgo una función importante y singular.
Avanzando por ese camino, el concepto de compromiso nos conduce definitivamente a un nuevo campo en el que se reivindica el papel rector de la ética. Ha sido una triste experiencia vivida en la mayor parte de las democracias representativas de Europa y América: cumplidos los formalismos de la democracia, la palabra "corrupción" ha resultado, resulta, penosamente familiar, independientemente de los postulados teóricos de los distintos partidos. Algunos jefes de Estado, antes de perder el poder, han promulgado leyes de Punto Final, proclamando su inmunidad ante los tribunales de justicia por sus crímenes o atropellos de diverso orden. Lo hicieron las Juntas Militares que gobernaron en Argentina, Chile y Uruguay. Acaba de ejercer una variante el Presidente del Gobierno italiano, sometido a varios procesos judiciales. Lo ha hecho también a su modo la Administración del Presidente Bush, cuando retiró la firma de la adhesión de su país a la Corte Internacional de Justicia o se enfrentó con la legislación belga que otorga a sus tribunales jurisdicción para perseguir a los responsables de ciertos delitos contra la humanidad, sea cual fuere el lugar de la ejecución. Y, a otro nivel, y puesto que nos encontramos en España, ¿qué ininterrumpida sucesión de escandalosos casos de corrupción no ha contribuido a minar la conciencia democrática del país? Y lo que quizá es más definitivo: ¿hasta qué punto esta corrupción no ha llegado a parecer a muchos sectores como algo normal, que encaja perfectamente dentro de un pragmatismo que ha hecho del enriquecimiento el primer objetivo de la existencia? ¿Qué degradación ética no acarrea esta magnificación continua de la victoria personal como norma moral de conducta? ¿Hasta dónde el corrupto "descubierto" es despreciado por su torpeza mucho antes que por su corrupción? ¿Cómo fortalecer, entonces, un sistema representativo, cuyas bases debieran ser la transparencia y la confianza?
Lo hemos vivido en el día a día de la ocupación de Irak. Más allá de la dudosa condición moral y legal de los argumentos manejados por los ocupantes, lo asombroso ha sido la sarta de afirmaciones, defendidas un día como verdades indiscutibles, reveladas poco después como mentiras creadas y manipuladas por el mismísimo Eje del Bien, olvidadas con el paso de unas semanas, como si - ocupado el país y el petróleo - fueran bagatelas sin ninguna importancia.
Todo un edificio político se cae por los suelos, en el interior de las sociedades nacionales y en el orden internacional. Cada vez nos sentimos menos representados, en uno y otro campo. Simplemente - ¡quién se lo iba a decir a los pragmáticos, a los políticos de los hechos consumados, a los señores de la guerra! - porque, al parecer, el ser humano, además de singular y social, también es, en alguna medida, un ser ético, necesitado de unos ciertos valores, sin los cuales nada es creíble y no hace sino multiplicarse la distancia entre el discurso del Poder - necesitado cada vez de más protección policial cuando se reúne - y la vida de todos los días. ¿Cómo no asumir el "compromiso" del intelectual o del artista en esta nueva situación?
1. Los que balan como ovejas obedientes, como se verá más abajo. (N. de la R.). Volver