INVESTIGAR EL TEATRO. PERÚ
 

EL TEATRO DE JUAN (CANCHO LARCO)

Extracto de Una memoria del teatro

Por Luis Peirano


Era el año 1979 y el gobierno militar llegaba lentamente a su fin. Queríamos algo diferente, necesitábamos trabajar propuestas teatrales más propias sin por eso renegar de nada. Buscábamos un nuevo teatro latinoamericano que no echara por la borda lo que se había hecho en la historia del teatro universal, pero que fuese más propio.
No pretendíamos entonces ni siquiera que fuese teatro de temática exclusivamente peruana, sino que fuese más nuestro, más cercano, y eso era para nosotros lo latinoamericano. Necesitábamos romper, otra vez, con el teatro tan fuertemente europeo que habíamos venido haciendo los últimos años, pero "sin botar al niño con el agua sucia", como nos decíamos el uno al otro forzando la expresión británica.
Para entonces ya nos habíamos hecho amigos de Juan Larco, que desde su regreso al Perú había trabajado en la reforma educativa, en el sector tal vez más interesante y productivo de la misma, que era el de extensión educativa y de educación no formal. Lo había conocido cuando el equipo de educación de Desco que yo dirigía fue contratado por el Ministerio de Educación para hacer un trabajo de evaluación de la reforma educativa con acento en la situación de los maestros, el llamado "magisterio peruano" que, liderado por el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación Peruana (SUTEP), se había opuesto frontalmente a la reforma.
"Esto no fue, ni es, un gobierno revolucionario, esto es una caricatura de gobierno revolucionario". A Juan "Cancho" Larco le dolía mucho que se le dijera esto, cuando conversábamos sobre el fracaso del proyecto militar, en el que había creído y trabajado desde que llegó de Cuba. "Pero es verdad, Cancho, esto no va más".
Cancho era un entusiasta del cambio social, y no le quitaba el cuerpo al calificativo de revolucionario, a pesar de su carácter más bien tranquilo, su reposado ritmo de vida y su amor por las artes, especialmente por el teatro. Había vuelto de Cuba a principios de los setenta, entusiasmado con el proceso de reforma iniciado por los militares y creía, honesta y sinceramente, en que desde la unidad de extensión educativa podía contribuir no solamente al cambio, sino también a la revolución. En Cuba había trabajado hasta en la zafra, cortando caña y en ocasiones mostraba la foto que probaba su condición de trabajador a pleno sol, algo que resultaba difícil imaginar. Pero disfrutaba mucho más contando sus experiencias en el teatro cubano, su amistad con la extraordinaria Raquel Revueltas y con Roberto Blanco, que fue un gran actor y director, con el que estrenó María Antonia, la gran obra de Eugenio Hernández en los años 60, y que murió hace pocos años.
El trabajo de Cancho Larco en La Habana había sido de Dramaturg, usando la expresión alemana que sirve para referirse a aquella persona que existe en las instituciones de teatro más consolidadas y que no es necesariamente escritor, director, actor ni técnico, que se ocupa de buscar y escoger las obras para el colectivo, cuidando su traducción o trascripción, su adecuación con los propósitos del director, el productor y los actores, acompañando y aconsejando el proceso de montaje y funciones. Cancho me había probado que era de verdad un Dramaturg con los comentarios que me había hecho a los montajes de "Tartufo", "Los calzones" y "La gaviota", que había visto con ojos de espectador privilegiado. Con gran conocimiento, habilidad y cuidado, comentaba las funciones que veía y sugería con gran inteligencia y modestia algunos cambios, énfasis, cortes o añadidos a cada montaje.
No es fácil comentarle su montaje a un director cuando ya acabó el proceso y no conozco todavía a nadie en el teatro que reciba bien comentarios críticos, si no son hechos con mucho fundamento y delicadeza, pero Cancho tenía el don de hablar al corazón de quien quería por sus conocimientos, así como por su calidad profesional y humana.
"Pero entonces, coño, ¡por qué tú no escribes, chico!", yo lo desafiaba con cariño. Eso era ya otra cosa, Cancho escribía muy bien pero con una lentitud y una capacidad autocrítica destructiva. "En el mundo de los que no escriben se encuentran los que no saben escribir y los que saben, pero no pueden escribir fácilmente. Nosotros estamos entre estos segundos". Podría haber dicho esta frase, que yo asumo con empatía natural. Desde que lo conocí, nunca dejé de invitar a Cancho a mis ensayos o estrenos, y cada vez que podía buscaba analizar con él alguna obra, o película, que habíamos visto antes.
Su manera de ver y de comentar era muy singular y productiva. Siempre pensé que Larco hubiese podido ser el crítico teatral que el teatro peruano necesitaba, pero mejor aún, uno de los dramaturgos que necesitamos. "Yo soy un hombre con mucho futuro por detrás". Esta sí era una frase que recuerdo textualmente y a la que recurría cuando le planteábamos lo que podría escribir.
Decía que ya había pasado su tiempo y su hora, pero el talento y la pasión por el teatro lo llamaban permanentemente a los teatros y a tratar de colaborar con sus protagonistas más activos.
Durante los primeros años de la reforma educativa había llegado al Perú Augusto Boal, el ya célebre director de teatro brasileño, para dirigir unos talleres de concientización a través del teatro. Paulo Freire era su gran inspirador, como en buena parte lo había sido también para toda la reforma educativa, liderada por el filósofo Augusto Salazar Bondy. Cancho creía firmemente en el proyecto, pero tuvo que aceptar que este llegaba a su más estrepitoso fracaso no bien iniciada la segunda fase del gobierno militar. La revolución no se hace con el teatro, Cancho, ya lo decía Atahualpa Del Cioppo, y tampoco con una reforma educativa en el papel, sin recursos ni dinero y, sobre todo, con casi la totalidad de los maestros en contra. "Esto no va más, chico", le decía yo. No le gustaba nada la idea, pero tuvo que aceptarla.
"Hagamos teatro, Cancho, ya no te metas en política", le insistía yo, pero su vocación por la política era muy fuerte. "Pero si yo soy químico, yo terminé química en la Universidad Nacional de Ingeniería, en la UNI", me esgrimía como excusa. "Pues Augusto Boal también es químico, como tú", remataba yo. No sé si me creyó y si pensaba que era un recurso para ganarle la discusión o lo llegó a comprobar, pero yo sabía que ambos eran químicos y amaban el teatro por igual, aunque Cancho, como un amante indeciso, más a lo lejos.
Por ese entonces se había fundado el Partido Socialista Revolucionario, el PSR, y Cancho era uno de sus entusiastas militantes convocado por un grupo de amigos comunes, como Rafael Roncagliolo, que tuvo que dejar el país, perseguido por el gobierno, y Marcial Rubio Correa, entonces subdirector de Desco.

"Me ha dicho Marcial (Rubio) para que vaya a trabajar a Desco, que quieren fundar una revista". "¡Estupenda idea, Cancho!", lo animaba yo. "Vente, yo estoy metido en eso también hasta la cabeza, pero al final del día hacemos teatro. Fíjate que en Desco ya está Balo Sánchez León, que es poeta y quiere escribir también teatro. ¡Ya seríamos tres!"

Al final de cada tarde, cuando no había función, claro, nos juntábamos para hablar de teatro y política. Comentábamos obras y, en ocasiones, leíamos juntos, sin dejarle de insistir en que escribiera una obra cada vez que él me contaba de su experiencia europea, donde se hizo amigo de Tomás Gutiérrez Alea, el gran "Titón", antes de que hiciera "Memorias del subdesarrollo", y hablaba con entusiasmo de sus trabajos en el teatro en La Habana. Repasábamos ideas, argumentos, personajes e incluso rudimentos de diálogos en situaciones precisas. Hablábamos de teatro y siempre de la importancia de reconocer las bondades del teatro clásico, de la literatura dramática, del verso, pero también de reconocer que el teatro no era literatura, de la importancia de las vanguardias, de la urgencia de renovar el teatro sin destruir todo lo bueno que se había producido en él. Yo había superado ya mi juvenil entusiasmo ignorante que pretendía "enterrar a Ibsen y todo su teatro" que había marcado mis primeros años de director. Pero queríamos hacer algo diferente, desafiante, corriendo el riesgo del fracaso; un escándalo, pero que fuese productivo y renovador de nuestro escenario.
Fue así que un día de setiembre de 1979, luego de discutir un artículo mío sobre las opciones para corregir el desastre de la reforma de la prensa - que aparecería en el primer número de QueHacer que habríamos de lanzar en octubre - me dice, casi de soslayo, tímidamente: "Tengo interés por escribir una versión del "Ubú Roi" de Alfred Jarry, pero ubicando la acción no en Polonia, como en el original, sino en Chipaltenango". "¿Pero dónde queda eso, Cancho?, le pregunté. "Pues en el mismo lugar donde quedaba Polonia para los franceses a finales del siglo XIX, muy lejos y muy cerca, aquí nomás o en ninguna parte. Ya estoy empezando, pero no tengo mucho tiempo y....". Me alegró tanto su idea y primera respuesta que no lo dejé terminar: "Listo, Cancho, en la siguiente reunión leeremos la primera escena".
Así empezó la historia de Ubú, a la que se sumaría luego con mucho entusiasmo Alberto Ísola y, más tarde, con gratísima sorpresa para todos, José María Salcedo, en su primera incursión como actor teatral, y quien, al poco tiempo, habría de integrarse también al plantel de la revista QueHacer y luego sería candidato del Partido Socialista Revolucionario, el PSR, a la alcaldía de Miraflores.
El público de Lima había visto "Ubú Rey" en versión de Atahualpa del Cioppo, con el Teatro de la Universidad Nacional de Ingeniería, el año 1969, en una carpa ubicada en el Campo de Marte. Pero ya habían pasado más de diez años y esta propuesta sería muy diferente porque sería una obra nueva, a partir de la de Jarry.
Alfred Jarry, que había estrenado "Ubú Rey" el año 1896, produciendo uno de los más grandes escándalos de la historia del teatro occidental, tenía una personalidad y una intención muy distintas a la de Juan Larco. Jarry era pequeño, de apariencia parecida a la de un duende, y su afán original, a los quince años, fue ridiculizar a su profesor de física. Era un chico, casi un niño, que buscaba vengarse de la autoridad escolar, caricaturizando la ciencia y al profesor de su escuela de provincia con la creación de una "patafísica" y continuó con ese mismo espíritu toda su corta vida.
Pocos años más tarde, próximo a cumplir los veinte irrumpía en los ambientes literarios de París, anunciándose a sí mismo como "un animal salvaje entrando al ruedo"; pero, muy consciente de las aficiones por el teatro isabelino del director del teatro donde se propuso estrenar la obra, enfatizó cuanto pudo los elementos shakesperianos, parodiando de alguna manera personajes en situaciones de Macbeth, Julio César y Hamlet.
Ubú es un militar tan loco como tonto y pervertido que, alentado por su mujer, llega al extremo de derramar toneladas de sangre para adueñarse del poder y todo lo que estuviese a su alcance. El resultado del estreno fue sorprendente, nos dicen los historiadores del teatro; porque, a las protestas y tumultos de rechazo que provocó, se sumó la convicción de los espectadores de no haber visto algo así nunca antes en sus vidas.
La intención de Cancho, nuestro nuevo dramaturgo - un hombre maduro, amable, alto y espigado - no era, obviamente, la misma de Jarry, sino más bien la de criticar a las dictaduras de todos lados y todos los tiempos, pero especialmente a las que se habían adueñado tan perversamente de nuestros países, empezando por las que él conocía más, que eran las centroamericanas.
Cancho se empeñaba en probar que el desparpajo, la desvergüenza, la ridícula apariencia de Ubú, se repetía en los tiranuelos caribeños, Batista, Gomosa y, muy especialmente, el guatemalteco Jorge Ubico. La propuesta de Cancho buscaba honrar el original con modelos de la curiosísima especie caribeña, recuperando para el teatro el peso e impacto de la figura del clown, que ciertamente fue uno de los grandes aciertos del irreverente Jarry. El circo y la commedia dell'arte se integraban a situaciones y personajes clásicos en una mezcla agresiva y atractiva a la vez.
Cancho se volvió un experto en la vida de los tiranos caribeños y nos contaba situaciones que honraban ciertamente al personaje original, cosa que empezó a suceder a lo largo del siglo XX y que no pudo ver el propio Jarry, que murió antes de cumplir treinta y cinco años, y cuyo trabajo creativo es considerado hoy como uno de los puntos clave de cambio en la historia del teatro contemporáneo.
"¿Y por qué no Fidel? ¿Por qué no Velasco?". En el grupo provocábamos a Cancho, porque queríamos hurgar en su enorme fidelidad y compromiso revolucionarios, y él respondía con cuidada tranquilidad, haciendo tiempo mientras prendía un cigarrillo cubano. "Porque ellos fueron, perdón, son, revolucionarios". Este era tema límite de conversación con Cancho. "Los tiranos son caricaturas de los revolucionarios, por eso pueden confundir a algunos, pero no a nosotros", me dijo varias veces. "Pero...", cambio de tema. En aras de continuar con el proyecto decidíamos no insistir con el asunto, aunque el tema volviese con cierta frecuencia a lo largo de ensayos y funciones. Cancho resistía todas las provocaciones libertarias de sus amigos con fortaleza y fidelidad admirables a su causa.
La primera palabra del texto de "Ubú Roi", que es más que una palabra, - es más bien una especie de grito - es una "mala palabra", mal escrita y mal dicha, una maldición, un llamado al escándalo. Una palabra tan clara como incorrecta. Romper la lógica habitual del escenario y optar por la libertad hasta el límite de la anarquía, era una manera de anunciar al grotesco protagonista que ha quedado en la historia del teatro, conjuntamente con su autor, como pioneros del teatro del absurdo: ¡Merdre!, en el original, ¡Shite!, en inglés. ¡Mierdra!, en la más conocida versión castellana, que fue la que usó Del Cioppo en su montaje en Lima, el año 1969. En la versión de Cancho, se convirtió en ¡Futa!
¡Futa! ¡Futa! repetirá siempre nuestro Ubú centroamericano, como opción propia y final luego de tantas discusiones que dan motivo para todo un cuaderno de trabajo. No conozco si Cancho guardó documentación al respecto, más allá de los propios libretos - con cientos si no miles de cambios, añadidos y cortes, hasta llegar a la versión final; pero recuerdo que la selección de expresiones lingüísticas y teatrales fue absolutamente exigente y fina, especialmente por parte de Cancho. Si bien el tono de la obra era de absoluto desenfado, Cancho tenía un cuidado excepcional por la escritura y esto debía notarse en el texto. Alguna vez algún lingüista estudioso escribirá una tesis al respecto de esta versión tan especial que tuvo tan cuidadoso y tumultuoso manejo del lenguaje.
Empezamos los ensayos en el verano de 1980 y solamente tuvimos dos interrupciones, muy lamentables. La primera, por la súbita y muy penosa desaparición de un amigo común, Eduardo Ordóñez, que nos dejó ese mismo verano a los 42 años. La segunda por un terrible accidente automovilístico, a fines de mayo, que se llevó a mis dos hermanos mayores, Romano y Paco, y que fue uno de los golpes más grandes que he sufrido en mi vida.
Los ensayos empezaron con un elenco enorme del que fueron desertando muchos y al que fueron incorporándose otros pocos. Entre estos, recuerdo muy especialmente a Gianfranco Brero, que partió a Europa acompañando a su esposa Marisol, quien se había ganado una beca en Londres, y a Arturo Nolte y Jaime Lértora que se incorporaron para hacer los varios personajes que hacía Gianfranco.
Fue una temporada larga de ensayos, no solamente por los tropiezos extrateatrales que tuvimos que superar, sino porque Cancho iba escribiendo lentamente su versión conforme la íbamos ensayando. La maravilla de tener un dramaturgo, de tener una opinión y una participación "autorizada" es, en ocasiones, un problema. Algunos directores dicen que el mejor dramaturgo es el dramaturgo muerto. No estoy de acuerdo con esta opinión.
Salvo una vez - la excepción que confirma mi regla - no he tenido problemas con un dramaturgo vivo y presente; pero entiendo por qué ocurre, y no solamente por una mala experiencia personal, sino porque he visto a algunos autores que, por un creencia supuestamente legítima de intervenir en el montaje, producen situaciones que pueden ser muy dolorosas y contraproducentes, tanto para el director como para los actores, con obvias consecuencias en el resultado.
Para alentar la escritura de nuestro dramaturgo, los actores improvisaban, alentados por mí, escenas de alguna manera inspiradas en la obra original, pero que tenían obvias referencias a la situación en el Perú, que era la del retroceso de una dictadura militar y la convocatoria a elecciones. Usábamos para esto el material de análisis político que producíamos en Desco, especialmente la cronología política que hacían Henry Pease y Alfredo Filomeno.
La escritura y el montaje - una suerte de doble escritura no siempre paralela - habían avanzado sin complicaciones hasta el momento en el que nuestro protagonista, una vez llegado al poder, y luego de haber asesinado al Presidente Bonifacio, se dedica, con la ayuda de sus gorilas, a adueñarse de todos los negocios y dependencias del país. Esto hacía que Cancho escribiera entusiasmado escenas muy largas, aunque sugerentes, sobre cómo el dictador se adueñaba de las tierras, las industrias, del negocio del pan, de la carne, de la leche, del algodón, del maíz, de las minas, en fin, de todo cuanto estuviera al alcance, mientras combatía a la vez la subversión de los "bolceviches" que se oponían a su gobierno y a la presencia de maggioranza que se le oponía por la vía civil, convocando a la protesta y a la subversión.
Nos planteábamos todos los temas políticos, tan difíciles entonces como ahora, sobre la democracia y sobre la necesidad de orden, de respeto a la autoridad, a la vez que el derecho a la insurgencia.
Cancho reformulaba en términos políticos el delirio alcohólico de Jarry, pero sin perder el desenfado formal que nosotros convertimos en una suerte de criterio rector del montaje y del que él mismo se sorprendía cuando veía los ensayos. Todo en el montaje se hacía y se deshacía con suma facilidad. El dramaturgo tomaba notas y escribía sobre nuestras improvisaciones, y algo más - ¡cómo no!, siempre algo más - pero... sin terminar. La salida de cada número de QueHacer tomaba todo su tiempo y, en esos días aciagos, perdíamos al dramaturgo.
El escenario en el que hacíamos los ensayos finales y donde habríamos de estrenar la obra quedaba en una esquina del salón posterior del bello edificio del Museo de Arte, diseñado por Eiffel, convertido en depósito, y que nosotros mismos limpiamos, reubicando las cajas y bultos en la esquina opuesta, a fin de que quedaran finalmente detrás del público, desde donde se operaban la luz y el sonido. Era una situación ideal porque nadie reclamaba ese espacio para el teatro o alguna otra actividad. El espacio era nuestro día y noche, pero había que tener mucha paciencia y disposición para trabajar allí.
Avanzados los ensayos requerimos de la ayuda de alguien que diseñara técnicamente y con sentido estético tanto el espacio de actuación como el del público. Nos pareció oportuno para esto recurrir a un arquitecto. Desaparecido lamentablemente Eduardo Ordóñez, llamamos a otro amigo, Eduardo Gómez de la Torre, que no pudo hacerlo, pero recomendó a Javier Sota Nadal, quien hizo un trabajo extraordinario. El diseño, cuyo boceto general guardo todavía, dejaba que usáramos una de las escaleras principales del edificio, y diseñaba un puente adicional que permitía emplear, en varios planos, una esquina del salón. El público no estaba muy cómodo y sucedía que si el lugar se llenaba de espectadores, cosa que sucedió todo el tiempo, algunos perdían parte de una completa visión del escenario, debido a las columnas del lugar. Alfonso La Torre, uno de los dos críticos responsables que ha tenido la historia del teatro peruano en los últimos cuarenta años, se quejó y nos llamó la atención seriamente en su crítica porque eso no le gustó. No le faltaba razón, pero si les hiciéramos caso a los críticos no habría teatro.
Hasta que llegamos a mediados de agosto y le dije a Cancho: "Cancho, estrenamos. Estrenamos este Ubú aunque no hayas terminado de escribir la versión". Fue entonces que escribió la escena final en la que Ubú, huyendo de maggioranza, que lo perseguía para meterlo preso y quitarle el poder, incluye la célebre frase, parodiando a Ricardo III: "¡¡¡Mi reino por un camión!!!!!!". Apostamos que poca gente se daría cuenta de este específico guiño a William Shakespeare, que por lo demás seguía la propia idea de Jarry, que había hecho lo mismo aunque con el propósito de convencer al dueño del teatro sobre la validez de su obra, pero nos quedamos sorprendidos de un comentario recurrente en este sentido por parte de muchos espectadores, ciertamente mayor del esperado.
Propuse al grupo, que tenía entonces casi treinta personas entre actores y técnicos, estrenar el 11 de setiembre, en memoria del desastre que había causado Pinochet en Chile, hacía ya siete años. Hubo aceptación unánime, con la excepción de Cancho, que no quería estrenar porque no sentía que estuviésemos listos. Tuve que mostrarle un documento, del que prometí entregar copias el mismo día del estreno, en el que yo asumía la total responsabilidad del montaje, liberándolo de la humillación de un estreno en el que, aparentemente, todo iba a salir mal.
Por lo demás, es justo reconocer que el último ensayo general, en el que efectivamente fallaron - como suele suceder - muchos recursos técnicos, y algunos actores cansados no entraron a escena a tiempo u olvidaron algunos textos, le daba razón de sobra para dudar. "Pero cómo te voy a hacer esto, chico", me dijo Cancho, y rechazó la publicación del papel.
Estrenamos así el 11 de setiembre de 1980, entregando al público, junto con el afiche-programa que diseñó José María Salcedo con ilustraciones estupendas que nos regaló Juan Acevedo y, en vez del papel de deslinde de responsabilidades propuesto originalmente para dejar tranquilo a Cancho, entregamos otro de solidaridad con el pueblo de Chile, que complació mucho tanto a él, como a Chabela, su esposa, nacida en Chile.
El público - público amigo, claro, nunca hay que confiarse en los aplausos del estreno, porque vienen de la familia y amigos invitados - ovacionó a los actores y técnicos, autor y director durante largos minutos en el depósito del Museo de Arte de Lima, mientras sonaba a todo volumen la Sonora Matancera con las trompetas de "Te metiste de soldado y ahora tiene que aprender, aprender, aprender".
Tuvimos muchas satisfacciones con el estreno de "Ubú" y Cancho recibió su diez por ciento de la taquilla, que solamente aceptó cuando le dije: "Sebastián Salazar Bondy peleó mucho por que se reconociera el trabajo de cada uno de los que participamos en el teatro. De todos. No lo hemos de contradecir nosotros". Mucha gente vino cada día por la parte de atrás del Museo de Arte, que no era el bello lugar que es hoy, y que se usaba como depósito de todo aquello que no se sabía qué era ni cómo podía mostrarse en el Museo. A pesar de ello, Mario Vargas Llosa, escribió: "...nunca tomé en serio lo del 'arte pobre', y sin embargo, hace algunos días, viendo la representación del "Ubú Presidente" de Juan Larco, por el Teatro de la Universidad Católica de Lima, aquella teoría cobró, de pronto, formidable veracidad. Es uno de los mejores espectáculos que he visto, perfecto en su concepción, deslumbrante en su ritmo...". (1)
Como en el caso de Alfred Jarry y su "Ubú Rey", "Ubú Presidente" fue la única obra que estrenó Cancho Larco. Ganó luego un segundo premio en Casa de las Américas en Cuba y fue publicada por la revista Conjunto. Recientemente, ha sido estrenada en Sao Paulo, Brasil. Le auguro muchos estrenos más porque es un material serio, rico, sugerente y entretenido. Alfred Jarry nunca vio estrenadas sus otras obras, "Ubú Cornudo", "Ubú Encadenado", como tampoco lo pudo hacer Cancho, del cual no se sabe mucho qué otras cosas escribió. Conozco por lo menos una más, alentada directamente por mí, basada en la sombra y figura de Sebastián Salazar Bondy, llamada "Sebastián", y sé de la existencia de otros textos de los que me llegó a hacer comentarios pero que nunca me llegó a mostrar.
El de Cancho Larco fue uno de los varios casos que conocí de gente con talento para el teatro o el trabajo artístico que postergaron esta vocación por su compromiso social con la revolución o que buscaban un teatro más democrático, sin la tiranía del director o del autor, del individuo, en fin, sobre el grupo. En realidad, esta fue la divisa de muchas mujeres y hombres de teatro porque se buscaba un teatro acorde con la nueva era "científica", y en este campo Brecht fue el maestro, que prevaleció incluso sobre la influencia más libertaria de Artaud.
Una de mis últimas conversaciones con Juan Larco tocó este tema difícil. "Yo creo, Cancho, que Brecht se equivocó cuando imaginó el teatro de fin de siglo y el que venía". "Puede ser...", me respondió, no sin cierta tristeza. Luego de un silencio, proseguí: "Porque, fíjate tú, que los nuevos rumbos del teatro no van por un teatro más racional y científico que permita al espectador ver cómodamente el teatro, teniendo los pies calientes, o sea que esté cómodo, y la cabeza fría, para que pueda pensar, dilucidar y optar, como imaginaba Brecht. Por el contrario, los nuevos rumbos del teatro están marcados por la indagación en la oscuridad del inconsciente, en la subjetividad, las vivencias menos racionales, si no en la religión, con seguridad en una especie de magia".
"Puede ser, puede ser", decía Cancho mientras me insistía que acompañara a José María Salcedo a tomar las fotos de una entrevista, para el siguiente número de QueHacer, nada menos que a la bruja Coti Zapata, bruja blanca, pero al parecer bruja de verdad.
Debo decir que esta entrevista con Salcedo a Coti Zapata fue muy importante porque cuando terminaba la sesión de fotos me preguntó sobre lo que pensaba hacer en el teatro, y sin esperar respuesta me anunció que veía una figura, una sombra delgada de un hombre "que ya no estaba pero cuya voz se oía por unas cajas". Fue entonces que detuve la camioneta en que andábamos y busqué mi maletín en la maletera, y entre muchos papeles saqué un torpe dibujo que yo había hecho como imagen motivadora de un montaje que le sugería trabajar a Cancho para un homenaje a Sebastián Salazar Bondy y que pensaba usar como presentación o prólogo del espectáculo.
Era el "testamento ológrafo" de Sebastián que se escuchaba claramente por dos parlantes muy grandes colocados en primer plano, mientras en el foro se proyectaba su silueta delgadísima de perfil, tomada de la foto de Pestana que está en la contracarátula del tercer tomo de sus obras completas: "Dejo mi sombra, una afilada aguja que hiere la calle...".
No montamos el texto que nos entregó Cancho Larco porque para entonces estábamos ya discutiendo una programación que tuviese textos de alguna manera probados y que nos permitieran calcular una temporada de ensayos no mayor de catorce semanas. Entrábamos definitivamente a una nueva etapa, porque casi siempre he ensayado mis montajes todo el tiempo que fuera necesario. Por lo general, he podido hacer esto con las obras más difíciles y con sus textos menos acabados, pero en ocasión del grupo Ensayo1 teníamos tiempos muy definidos para cumplir la tarea de que tres directores dirigieran y tener siempre montajes nuevos que nos garantizaran con su novedad la afluencia de nuevo público. Grave error, porque una de las reglas de oro en el teatro es saber aprovechar los éxitos y no bajar las obras si siguen teniendo público. Nosotros bajamos siempre las obras cuando todavía tenían público porque ya teníamos lista la siguiente y aparecíamos, sin querer, como torpes o pedantes. Un profesional del teatro me lo dijo sin que yo se lo pidiera: eso no se hace, los dioses te van a castigar. De alguna manera tuvo razón.
El último trabajo de Cancho Larco con nosotros fue a principios del año 2000 cuando preparábamos un montaje de "Galileo Galilei" de Brecht. Fue muy bueno porque nos ayudó a poner las cosas en su sitio con un dramaturgo que queríamos por igual, porque amar al teatro y a Brecht no significa sacralizarlo y dirigir sus obras siguiendo las indicaciones del "Pequeño Organon". Viva Brecht, abajo los dogmas en el teatro y en su fuero personal que cada uno crea en lo que quiera.
Esa era mi propuesta. Cuando cayó el Muro de Berlín busqué a Cancho y me dijo muy claramente. "Una pena que fracasara esa utopía, pero yo no voy a llorar por lo que ellos no lloraron". (2)

 

NOTA

1. Este grupo peruano se funda en 1983 dirigido por Luis Peirano, Alberto Ísola y Jorge Guerra. (N. de la R.). Volver

2. Esta redactora siempre se honró diciendo que Cancho Larco era su mentor. Mentor en el teatro y, modestamente afirmo, mentor en la manera de vivir la condición de intelectual. Empezó siéndolo en La Habana, cuando él dirigía la Casa del Teatro y la redactora, con diecisiete años, empezó a trabajar allí. Desde luego, fue él y no otro quien le dio el visto bueno - no sin sagaces reparos - a mi primera crítica teatral. Seguimos unidos toda la vida. Supe de su muerte al pedir a Luis Peirano una colaboración para esta revista. Aunque todavía me cuesta trabajo aceptar que lo perdí, sí doy fe de la fidelidad y delicadeza con que Cancho ha sido retratado por su amigo peruano. (N. de la R.). Volver

 

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