De Juan Mayorga. Dirección: Enrique Dacal. 9 de marzo al 29 de junio
Waterloo y Bailén, dos personajes que celebran sus encuentros en un yermo parque y a la sombra casi inexistente de un árbol seco, reconstruyen el gran duelo de Reikiavik: el campeonato del mundo de ajedrez que allí disputaron, en 1972 durante la Guerra Fría, el soviético Boris Spassky y el estadounidense Bobby Fischer. La disputa se lleva a cabo frente a un joven testigo llamado Leipzig.
Waterloo y Bailén no representan solamente a Boris y a Bobby, sino también a muchos otros que movieron piezas en aquel tablero. La disputa del campeonato mundial de ajedrez entre Bobby Fischer y Boris Spassky es el punto de partida que nos muestra a dos seres que se van convirtendo en los representantes de las dos naciones más poderosas de la tierra, enfrentadas en un momento en el que el botón nuclear, que podía haber generado la Tercera Guerra Mundial, parecía siempre a punto de dispararse.
Waterloo y Bailén rehacen, reinventan Reikiavik, cada tarde en una forma distinta. Ponen en juego a Fischer y a Spassky, y también a sus respectivos equipos, a sus familias, a Kissinger y al Soviet Supremo. Igual que los jugadores de ajedrez ponen en movimiento a las piezas, estos ponen en movimiento personajes; un día les tocan blancas y otro negras, un día les toca ser Fischer y otro ser Spassky más sus respectivos entornos.
No es la primera vez que Waterloo y Bailén hacen algo así, pero nunca lo habían hecho con tanta pasión. Porque lo que hoy buscan ante ese muchacho extraviado, Leipzig, no es sólo comprender por fin qué sucedió realmente en Reikiavik, qué estaba verdaderamente en juego en Reikiavik, quiénes eran realmente aquellos hombres que se midieron en Reikiavik. Hoy, además, Waterloo y Bailén buscan un heredero.
Reikiavik, protagonizada por tres hombres que llevan nombres de derrotas napoleónicas, es una obra sobre la Guerra Fría, sobre el comunismo, sobre el capitalismo, sobre el ajedrez, sobre el juego teatral y sobre hombres que viven las vidas de otros
De Juan Mayorga
Con Julian Howard, Nicolás Martuccio, Julio Ordano
Realización escenográfica: Martín Mouesca
Diseño espacial: Enrique Dacal, Martín Moesca, Néstor Pérez Vidal
Diseño de iluminación: Marco Pastorino
Producción ejecutiva: La doménica producciones
Asistencia de dirección: Néstor Pérez Vidal
Puesta en escena y dirección: Enrique Dacal
Duración: 85 minutos
Se escuchan acordes de TOMORROW´S SONG; de y por OLAFUR ARNALDS (Islandia)
Este espectáculo cuenta con el apoyo de PROTEATRO, INT y FNA
Agradecimientos: Javier Margulis, Diego Segura
CELCIT. Temporada 2018
Cerca del círculo polar ártico, está Reikiavik, la capital de Islandia donde se supone que solo se puede dormir o sostener partidas de ajedrez en el frio invernal. O la calidez de las noches de claridad eterna en verano. La isla nórdica contrasta paisajes de hielo, fuego auroras boreales, casi ignoradas. “Bobby Fischer puso a Islandia en el mapamundi” dicen sus amantes más consecuentes. En 1972, el estadounidense Fisher y el ruso Spassky se enfrentaron en Reikiavik. Lo extraordinario aconteció entonces. Bobby destronó a Borís, acabando con el reinado absolutista de los ajedrecistas soviéticos. Fue el duelo ajedrecístico más resonante de la historia y la guerra fría. La teoría de la conspiración (que crea un mundo bipolar) demostró las fuerzas oscuras que ensuciaron en torneo, detrás de la escena. Esos fantasmales maniqueos de los formadores de opinión. “Reikiavik” de Juan Mayorga acontece en el ámbito de aquel torneo internacional de Ajedrez entrecruzado por Fisher contra Spassky. Y de cómo y por qué se planeo la revancha inútil de 1992. Tras el resonante affaire Fisher-Spassky estuvieron la KGV y la CIA, moviendo los hilos. El resorte de convencer al hombre ingenuo de que era el Este versus el Oeste los que batallaban sobre el tablero. Prueba acaso, la misma razón que Ibsen expone en “Un enemigo del pueblo” cuando delata que se puede manipular la opinión pública, que es una entelequia para homogeneizar el pensamiento. Y que quién razona y duda, analiza y toma distancias sobre los hechos arteramente expuestos, puede resultar peligroso al “sistema” (sea ese cuál fuera).
Mayorga gusta contemplar al hombre inadecuado frente a lo establecido (“La paz perpetua”, “Los Yugoslavos”, “Cartas de amor a Stalin”, “El chico de la última fila”). Como Ibsen en su momento, (1886), lo hizo. En “Reikiavik”, Mayorga vivisección los resortes que se tensaron en torno al enfrentamiento Fisher- Spassky en el campeonato mundial de ajedrez de 1972 y lo convirtieron en políticas de Estado contrapuestas. Aquel “duelo del siglo” que dejó en gruesa evidencia el intervencionismo que no permitió al lunático norteamericano y al pundonoroso ruso, gozar en paz de su común afición obsesiva por el deporte (el ajedrez es un deporte, dicen). En todo caso un torneo de estrategias que fueron intervenidas por estrategias ajenas a los principios privados de dos jugadores geniales.
Como el teatro es un juego de pretener lo posible y lo que no lo es, Mayorga juega sus bazas reminiscentes a dos tiempos celebratorios. Los de la contienda suprema que galvanizó sus vidas y las de muchos. Enrique Dacal dispone con gran claridad, la estrategia dramática bajo el juego expositivo. Dual y ambiguo para propiciar el desafío actoral de dos intérpretes capaces de ser uno y otro (Bobby Fisher y “Waterloo” –es decir Julián Howard-, versus Boris Spassky y su insospechado alter ego Bailén –Julio Ordano-. Más el observador comprometido, “Leipzig”, el joven aspirante a partícipe aluciado - Nicolás Martuccio-. O sea, el trio, que de apoda como las viejas batallas perdidas por Napoleón. Dacal pone en blanco nieve el espacio ante un árbol seco. Lo demás es la vida que los alcanza. La de esas criaturas especuladoras, de dos cabezas, a las que Howard y Ordano otorgan permiso para recrear la memoria colectiva de un triunfo y una derrota. De su frustrante revancha, veinte años después. Tal vez Mayorga proponga con aquello, un giro sin fin de la recurrencia, en busca de un fallo cuántico para otro remate hipotético. Sostienen que eso es posible en un fractal.
Mientras, puede el espectador paladear la lucidez de este raro momento reminiscente, que sostienen las creaciones vigorosas de Ordano y Howard, muy bien secundados por Martuccio. Redondo el desafío lúdico. Es decir del teatro en su salsa.
MUY INTERESANTE
Hay momentos de la historia de la humanidad que merecen plasmarse en una obra de teatro. Uno de esos tantos momentos es el Campeonato Mundial de Ajedrez acontecido de mediado de Julio de 1972 a fines de Agosto del mismo año en la capital de Islandia. Robert Fischer vs Boris Spassky, EE UU vs URSS, "el Match del Siglo". Un mes y medio a pura adrenalina.
Waterloo y Bailén, son dos hombres apasionados, que recrean con asiduididad, diferentes tramos de la vida de estos dos magnos del ajedrez mundial y de su entorno a lo largo de sus vidas y muy especialmente el lapso que duró la competencia. No se sabe si son amigos o enemigos, de lo que se puede dar fe, es de la pasión que los embarga cuando se ponen en la piel de estos seres a los que ellos admiran devocionalmente. Por momentos son uno u otro, por momentos juegan con blancas o negras, por momentos son los ajedrecistas o la madre, la esposa, el presidente de su país, el médico, el asesor, el terapeuta, el que fuera.
Fisher y Spassky son personalidades instrínsecas. Hombres con una altísima capacidad de concentración, dotados de una gran inteligencia, una férrea voluntad y una egolatría pocas veces vista, pero además están atravesados por una realidad política mundial que los enfrentaba más allá de toda lógica.
El mundo entero posa los ojos en ese encuentro, en sus manos, en los movimientos que harán esas piezas de ajedrez por el tablero, es la mísmísima Guerra Fría disputada en un 8 por 8, sus piezas son sus bravíos ejércitos y ellos dos, sus adalides todopoderosos. En bandos diametralmente opuestos, enfrentados con fiereza, sin embargo a ambos los invadía la misma y profunda soledad.
Waterloo y Bailén buscan un heredero, uno de ellos dos está a punto de deponer el Rey en el tablero pero ese juego debe continuar, no debe morir, el que queda continuará esa bonita farsa con quién acepte el desafío de perpetuar tarde a tarde ese lunático pasatiempo que ha colmado sus vidas y les ha permitido alzar vuelo a sitios fantásticos, jugando a ser amos y señores del juego de los reyes, dejando su gris monotonía atrás.
Este jóven, el elegido, un estudiante avispado que pasa por el parque de camino a su escuela, aprenderá de ellos mucho más que a mover las piezas, aprenderá a ser uno y miles, aprenderá a navegar con su mente y a atravesar miles de km sin despegar los pies del suelo, aprenderá de la amistad, de las pasiones, de las victorias y las derrotas.
Es una bella propuesta teatral. Invadida por un ritmo frenético que obliga a los actores a realizar un despliegue de recursos infinitos. Impactante. Una lección de teatro.
En palabras de Borges, «En su grave rincón, los jugadores / rigen las lentas piezas. El tablero / los demora hasta el alba en su severo / ámbito en que se odian dos colores».
Reikiavik, escrita por Juan Mayorga y dirigida por Enrique Dacal, es una historia sobre la célebre final del torneo mundial de ajedrez en la capital de Islandia, en 1972. Protagonizada por tres personajes que llevan por nombre las derrotas napoleónicas, Reikiavik es una obra que sintetiza en un juego los problemas nodales de la Guerra Fría, la lucha entre el comunismo y el capitalismo, el juego dramático y la vida.
Dos hombres grandes, Waterloo y Bailén, se reúnen a la sombra de un árbol seco y recrean el gran duelo de Reikiavik, la final disputada entre el soviético Boris Spassky y el estadounidense Bobby Fischer, ante un joven testigo llamado Leipzig.
Pero Waterloo y Bailén no solo son Boris y a Bobby, sino todos los que intervinieron en la contienda y que también fueron piezas de ese tablero en tiempos de la Guerra Fría: los jugadores representaban a las dos naciones más poderosas cuando la Tercera Guerra Mundial era una constante.
A diferencia de los jugadores mueven las piezas y planean estrategias para vencer al oponente, estos personajes, una y otra vez, recrean las jugadas tal como habían sido pensadas por los maestros. Pero en esta oportunidad, el juego se desarrolla con una pasión impensada: encontraron a un muchacho que sabrá recibir la herencia de este episodio tan fundamental en la historia del mundo. Leipzig no es solamente un chico perdido al que deben contar qué sucedió realmente en Reikiavik, sino que deben encontrar el modo de que viva el duelo. Así como dice Borges: «Cuando los jugadores se hayan ido, / cuando el tiempo los haya consumido, / ciertamente no habrá cesado el rito».
Reikiavik propone una preciosa reflexión sobre el papel que jugamos en la vida, la contienda diaria en la que superamos los obstáculos o nos dejamos vencer, donde todos somos jugadores-prisioneros de otro tablero de negras noches y de blancos días, parafraseando al poeta de Florida.
Allá por 1972, la guerra fría, esa hostilidad de años entre el comunismo y el capitalismo que mantuvo durante años al planeta bajo la amenaza de una catástrofe nuclear, no podía pretender una geografía más adecuada a su denominación que la de Reikiavik, la capital de Islandia, un país cuya proximidad al círculo polar ártico genera en las estaciones invernales largos períodos azotados por los vendavales de nieve, lluvia y viento. ¿Qué lugar podía hacer mejor homenaje a ese adjetivo que calificaba como fría a esa guerra solo porque no había convertido a distintas latitudes de la tierra –y por fortuna todavía no lo ha hecho- en una calcinante bola de fuego y muerte? La temperatura era realmente gélida en Reikiavik, pero ahora, en ese año, y con su elección como ciudad para que se desarrollara la disputa entre el soviético Boris Spassky y el norteamericano Roberto “Bobby” Fischer por el campeonato mundial de ajedrez, los ánimos de quienes asistían allí para seguir las partidas o para asesorar a los contendientes se calentaban cada vez más, como una olla de agua hirviendo que amenazaba con quemar el cuerpo y el alma de los que estaban cerca de ella.
Durante décadas, la supremacía soviética en ese juego era exhibida por el Kremlin como un estandarte, una suerte de símbolo de la superioridad ideológica e intelectual del socialismo sobre el capitalismo. Y Henry Kissinger, el entonces secretario de Estado del presidente Richard Nixon, un hombre que cumplió misiones nefastas en la política internacional de su país pero tenía un cociente intelectual más alto que cualquiera de los otros funcionarios de la mediocre administración del hombre que dos años después debería renunciar por el escándalo del Watergate, se dio cuenta que derrotar al campeón soviético era una posibilidad de herir profundamente el orgullo nacional de la dirigencia comunista. Y Fischer era un candidato que por su genio tenía muchas posibilidades de vencer a Spassky pues, a pesar de haber perdido dos veces con él en partidas previas, había derrotado tajantemente a los otros jugadores de gran espesor que intervinieron en la preselección para constituirse en el candidato final con derecho a enfrentar al campeón. De modo que, de un lado y del otro de las cúpulas de cada país se comenzaron a desarrollar toda clase de presiones, operaciones y estrategias para tratar alzarse con el triunfo y de mejorar la posición de su favorito y perjudicar al otro. Y eso transformó a lo que debía ser la expresión de una sana competencia entre dos talentos indiscutibles en un grosero y desproporcionado reflejo de las pujas por imponer los intereses geopolíticos de las dos potencias, absurdo por el escenario en que se producía y por las distintas artimañas armadas para romper los nervios del adversario –sobre todo en el caso de Fischer- y la extrema severidad con que los soviéticos se tomaban la posibilidad de una derrota, como si ella realmente fuera grave para su destino, que en rigor estaba amenazado por otras razones más profundas.
Ese rasgo de absurdo –provocado precisamente por la desmesurada distorsión a la que cada sistema sometió el sentido de lo que debía ser nada más que una competición deportiva y no un litigio de Estados- es lo que, en gran medida, flota como atmósfera en la obra teatral del español Juan Mayorga, quien se apodera de la anécdota de aquella confrontación en Reikiavik para imaginar con vuelo y mucha destreza técnica una fábula en la que dos individuos viejos, acompañados de un muchacho que los observa mientras cuentan, recrean pasajes de aquel hecho que mantuvo en vilo al mundo durante varias semanas y que, no porque haya ocurrido hace casi cincuenta años, deja todavía de tener resonancias que nos son todavía familiares. Y que además permite hoy nuevas asociaciones. El director Enrique Dacal, a esta altura el mayor especialista en Mayorga en este país (ya llevó a escena de él Cartas de amor a Stalin, El chico de la última fila y Los yugoslavos), con inteligente criterio, y en sintonía con el escenógrafo y el iluminador, ambos muy precisos y conscientes de la necesidad de trabajar con un criterio de despojamiento, instala desde el primer instante en la puesta esa idea del absurdo al mostrar un añoso y seco árbol frente a una plaza donde una mesa de ajedrez y dos sillas desvencijadas esperan a los dos principales personajes para que inicien el relato de cada día sobre aquel hecho de Reiviavik, en el que cada uno irá alternando los personajes, una vez será Spassky, otra Fischer o cualquiera de los asesores o acompañantes que estuvieron junto a ellos en las partidas.
Esos dos viejos (Waterloo y Bailén), como es fácil deducirlo, tienen algo de Vladimiro y Estragón, los personajes de Esperando a Godot. Y ese día, el que empieza la obra, tienen un espectador exclusivo: el muchacho que los observa y lleva el nombre de Leipzig. Ante él los dos redoblan su despliegue histriónico con el propósito de seducirlo, de cautivarlo con lo que evocan a partir de un librito muy ajado que cuenta algo sobre aquellas partidas. No es que crean que han encontrado a Godot, o tal vez sí porque ese nombre puede significar muchas cosas, pero lo cierto es que ven en él la posibilidad de un heredero al que puedan legar ese arte del relato cuya tradición puede morir con ellos y tal vez en poco tiempo debido a su avanzada edad. Un relato que, sin dejar de tener reglas, permite un tratamiento flexible en las situaciones y el comportamiento de los personajes, que todos los días pueden ser distintos. Un lugar, en definitiva, donde podemos ser otros e inventar de nuevo el mundo todas las veces, como si cada mañana los personajes, como dioses minúsculos, demiurgos que operan a través del oficio del autor y el actor, pudieran con su lenguaje e imaginación corregir lo que sucedió de malo en la experiencia del pasado, analizarlo como si fuera una lección de anatomía, y recomponer una realidad que, a pesar de ser escénica, no difuma los hilos que la unen a la realidad, casi siempre amarga, de todos los días, solo que la expresa en forma de metáforas.
Juan Mayorga, citado por Dacal, ha dicho: “No hay nada teatralmente más rico que el antagonismo entre dos personajes que en su enfrentamiento acaban siendo cada uno el doble del otro.” En este caso, pensamos, la referencia es a las potencias que, hablando de sí mismas se decían diferentes, antagónicas a sus rivales, y sin embargo terminaban apelando a las mismas metodologías. En el caso de los Estados Unidos esa vestimenta en defensa de la libertad y la democracia con la que han cubierto históricamente sus discursos los funcionarios de Washington siempre han sido mentirosa. Detrás de ella se ha escondido en todos los tiempos una potencia imperial que nunca ha dudado de desatar una guerra de agresión cuando sus intereses económicos y geopolíticos –que son los de la codicia y el enriquecimiento de su plutocracia- se lo exigían, no importa cuántos muertos o destrucción produjera esa operación. En el caso de la Unión Soviética el fenómeno fue más trágico: nacida de una extraordinaria revolución, creó un Estado liberador para millones y millones de pobres, que poco a poco se fue burocratizando y corrompiendo hasta convertirse en un aparato autoritario cuyo botín finalmente disfrutaron quienes tenían el poder cuando el socialismo hizo implosión y se derrumbó por efecto de sus propios errores. En ese sentido, en 1972 ese Estado, por lo que le imponía a sus exponentes, se parecía mucho al otro, aunque tuviera diferencias ostensibles en varios aspectos. Hay una buena película actualmente, que se llama La red y que muestra un ejemplo semejante en el caso de las dos Coreas. En cuanto a Spassky y Fischer fueron víctimas de una tormenta de tensiones que terminó por liquidarlos. El norteamericano abandonó el ajedrez después de ganar el título y jugó muy esporádicamente. El soviético se hizo ciudadano suizo y nunca volvió a ser ni la sombra de lo que había sido. Todos concuerdan que el peso de la responsabilidad de representar los papeles que les habían asignado los pulverizó por dentro, a Spassky primero, a Fischer después, que sufrió trastornos psíquicos y finalmente murió joven, y luego de una temporada en la cárcel en Japón, en Reiviakiv, que le había entregado poco antes la ciudadanía islandesa.
Estas son algunas deducciones que se pueden hacer luego de ver la puesta de Reikiavik. No todas, porque como buen autor contemporáneo Mayorga abre caminos ricos y múltiples para la reflexión, nada está dicho de una vez para siempre en sus textos, que convocan tanto al director como a los propios espectadores a nuevas y más penetrantes lecturas. Ese desafío, Dacal lo ha cumplido al máximo y creemos que es en esta pieza donde ha logrado su mayor eficacia en el montaje de un libro de Mayorga. Ha contado además con dos actores muy experimentados y dúctiles por su capacidad histriónica, Julio Ordano y Julián Howard, que se solazan una y otra vez con las continuas reconfiguraciones a que los obligan sus personajes y hacen disfrutar al público. En cuanto al joven Nicolás Martuccio, logró también, y a pesar del nombre de su personaje, que alude como el de los otros dos a una derrota napoleónica, salir triunfante, airoso de su labor como Leipzig.
La realidad de lo imaginario
Una división muy difundida en nuestra sociedad sugiere que existen actividades creativas y otras que no. El Ajedrez, junto, por ejemplo, con las matemática y la programación ha sido desterrado al terreno de los ‘inteligentes’ y no de los ‘creativos’. Y pareciera que en ellas no hay pasión, lucha, esfuerzo y creación bella e inmortal. Reikiavik nos va a ayudar a derrumbar algunas de esas injustas adjetivaciones.
La obra dirigida por Enrique Dacal hace referencia al mundial de 1972 que tuvo como sede la capital de Islandia: Reikiavik. Los dos contendientes en la cita fueron el legendario estadounidense Robert James (“Bobby”) Fischer y el soviético Boris Spassky. En el clímax de la guerra fría un ajedrecista soviético y uno estadounidense se veían frente a frente en un encuentro de escala planetaria. El mundo se paralizó. Y la obra nos lo deja claro.
Julio Ordano (Spassky) y Julian Howard (Fisher) nos dejan bien en claro el mundo en el cual nos encontramos. Ya podemos ver que el partido de ajedrez a disputar no es sólo una final del mundo. Dos Estados están vinculados en demostrar que ese partido, dónde sólo uno puede ganar, es la demostración de la superioridad de uno sobre otro. Los miedos ante el poder, los silencios, los espías y las vanidades están presentes en el texto y también en los gestos de ambos actores que nos transmiten el miedo que habrá sentido Spassky o la neurosis de Fisher en aquel entonces.
Pero, donde más podemos ver toda la genialidad y el fuste de los actores es en la representación de los personajes.
Por un lado Spassky. Aplomado, tranquilo y cotidiano. Una persona corriente. Además de jugar al ajedrez le interesa descansar, y pasar el tiempo con su mujer. Sin embargo, como buen soviético le teme a los integrantes del Comité del Partido Comunista. Y Ordano nos lo hace saber. El miedo, los silencios incómodos, y la gestualidad del terror están ahí. Para que nosotros sintamos el peligro de caer en desgracia en el mundo de la URSS.
Por el otro Fisher. Neurótico, incapaz de socializar, antisemita, avaro, sólo interesado por el dinero. Siempre llegando tarde a los encuentros y tratando de desestabilizar emocionalmente al adversario mientras sus manos se mueven nerviosamente en la representación de Howard.
Mientras Fisher y Spassky representan la partida que los llevó a la inmortalidad hay un tercer personaje. Un alumno extraviado en su camino al colegio. Un chico ‘nerd’ se aparece frente ambos contendientes para observar qué está sucediendo. Queda inquieto y cautivado por lo que sucede. Nicolás Martuccio es el encargado de llevar a la vida a este alumno ‘distinto’ que tal vez tenga algo más por hacer en ese lugar imaginario además de observar.
Ambientado con una mesa y un tablero de ajedrez, el cuál no tiene las fichas reales (Pero me parece que sumaría), en el piso negro hay un rectángulo blanco como metáfora de otro tablero mayor, más amplio. Quizá los propios contenientes sean las piezas de otro tablero, qué es la vida, o tal vez sean piezas de un juego imaginario.
La política, la guerra fría, la genialidad, la locura, las identidades, el arte en 64 casilleros, la vanidad, lo absurdo, los legados y herencias. Todo esto se amalgama en una obra que nos recuerda que “El Ajedrez es como la vida” (Spassky); o tal vez estemos equivocados y Fisher tenga razón cuando dice: “El Ajedrez es la Vida”
No hay más que una buena opción: seguir dando juego a la dama blanca –al decir esto, el jugador miró a Julia-. Pero jugar con ella significa, también arriesgarse a perderla. (Muñoz, La tabla de Flandes, A. Pérez-Reverte)
Una historia marcada por pares de opuestos y necesariamente complementarios. Dos viejos amigos o contrincantes, Waterloo (Julian Howard) y Bailén (Julio Ordano), acuden a una desolada plaza para recordar y revivir el “Match del Siglo”. Aquel memorable Campeonato Mundial de Ajedrez de 1972 en la capital de Islandia, donde el estadounidense y retador, Bobby Fischer, venció al campeón soviético Boris Spassky. En una coyuntura atravesada por la Guerra Fría y las presiones externas e internas que esto implicaba para ambos maestros del ajedrez. Una historia en la cual confluyen cuestiones personales y de Estado.
El dispositivo escénico de un blanco níveo no sólo nos ubica en esa ciudad cercana al circulo polar ártico sino que parece además poner el punto cero de la historia en un no–tiempo, como en esos días estivales donde el día y la noche se confunden en una claridad sucesiva. Una plaza a mitad de camino de la nada donde solamente parece transitar un joven tímido y delgado con sus anteojos de grueso marco. El muchacho, Leipzig (Nicolás Martuccio), está algo perdido y queda atrapado por el juego de estos dos hombres, que como dos grandes potencias, se retan en un “duelo” para salvar la memoria, la historia y el deporte. Un relato construido por el muy buen trabajo de los tres actores en una estructura algo brechtiana. Cada uno relata y le da textura a su personaje mientras van surgiendo otras voces -las públicas y las privadas- aunque con algunos altibajos dado que, por momentos, esos otros personajes pueden confundir al espectador. Pero estamos seguros que a medida que el material sea transitado en las sucesivas funciones ésto quedará olvidado. Fischer (Howard) y Spassky (Ordano) mueven las piezas de ajedrez en un tablero atravesado por muchos otros personajes públicos (Kissinger y el Soviet / capitalismo y comunismo /…). Son movimientos decididos a resolver aquellos enigmas políticos del pasado en un presente donde el espectro de esa Guerra parece ser la constante (por ejemplo, la escalada de acusaciones y desmentidas por el envenenamiento del ex-espía ruso).
En 1972, en la ciudad islandesa de Reikiavik se llevó a cabo uno de los encuentros deportivos más destacados de la historia contemporánea. El estadounidense Bobby Fischer y el ruso Boris Spassky se disputaron la final del campeonato del mundo de ajedrez. Por entonces el clima político no resultaba ser el más adecuado: eran tiempos de la Guerra Fría.
El español Juan Mayorga decide detenerse en ese encuentro para construir esta pieza teatral, estrenada en España en 2015, en la que su fantasía no solo se detiene en aspectos del juego propiamente dicho, sino que su imaginación lo lleva a reparar en una serie de personalidades del ámbito político y artístico que pusieron su atención no solo en la partida de ajedrez, sino también en otro juego mucho más desafiante, el político.
ADEMÁS
Entre la novela y el teatro
¿Quién era ese tipo?
Dos personajes fuertes asoman en escena, Bailén y Waterloo. Dos hombres, según parece, acostumbrados a pasar parte de su tiempo en una plaza donde los convoca el juego. Ellos siguen una especie de manual de ajedrez denominado El duelo del siglo y mueven sus piezas según lo informado en ese libro, aunque muchas veces transgreden ciertas pautas.
Un muchacho joven, estudiante, decide no asistir a un examen final en su escuela conmovido por las virtudes que despliegan estos hombres en ese pequeño mundo que han construido y comparten. Observar la vida de los otros puede abrir nuevos caminos para nuestra existencia.
Hasta aquí una anécdota atractiva, con seres misteriosos que tienen mucho más para darle al espectador. Es que cuando Mayorga dispara el juego, las historias que se despliegan parecen ser infinitas. Porque Bailén y Waterloo irán adoptando las personalidades de Fischer y Spassky, y entre un movimiento y otro de piezas mostrarán algo de sus universos personales. La memoria de ambos se inquietará con fuerza y se dispararán referencias que el público nunca sabrá si fueron parte de aquella realidad o han sido inventadas por el autor para dar mayor sustento a esta ficción.
Enrique Dacal, quien en temporadas anteriores puso en escena Cartas a Stalin, del mismo autor, El chico de la última fila y Los yugoeslavos, diseña un espacio despojado en el que parecería que va a desarrollarse el encuentro entre Vladimiro y Estragón, los personajes de Esperando a Godot, de Samuel Beckett. La idea no es desacertada porque ambas criaturas, puestas a jugar, tienen la eficacia de aquellos. Y el desencanto siempre está presente en este rutinario ceremonial que crece de manera progresiva, aunque no siempre con la misma intensidad.
Aun con estilos de actuación muy diferentes, Julio Ordano y Julián Howard van adentrándose en la piel de estos seres que construyen asumiendo la complejidad que la pieza impone. Van saltando de tema en tema, transformándose en diferentes personajes, vuelven una y otra vez al presente de la acción y lo hacen con efectiva soltura. A medida que fortalecen la trama, el público refresca el concepto de que está presenciando una experiencia de teatro dentro del teatro que parecería no concluir nunca porque, como sucedió en aquellos años en los que la trama da inicio, las tensiones fueron tantas que el mundo estuvo en vilo durante más de una década.
Nuestra opinión: buena
En su cuarto montaje de textos del dramaturgo madrileño, el director presenta a dos personajes que toman los roles, alternadamente, de los ajedrecistas Bobby Fischer y Boris Spassky.
Aunque el dramaturgo madrileño Juan Mayorga tenía apenas 7 años cuando sucedió, él asegura recordar aquel campeonato mundial de ajedrez de 1972 donde se enfrentaron el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Boris Spassky, por entonces campeón del mundo, en la capital islandesa de Reikiavik. Y a pesar de que siempre le volvió a la cabeza la historia de aquella larga partida que terminó con la rendición telefónica de Spassky, recién en 2015 Mayorga escribió el texto que llamó Reikiavik, estrenado el mismo año bajo su propia dirección. Esta misma obra acaba de subir a escena en el Celcit (Moreno 431). La dirección es de Enrique Dacal, quien ya estrenó de este autor Cartas de amor a Stalin, El chico de la última fila y Los yugoslavos. Los intérpretes son Julian Howard, Julio Ordano y Nicolás Martuccio.
La obra de Mayorga presenta a dos extraños personajes que, reunidos en la mesa de ajedrez de una plaza pública, toman los roles, alternadamente, de Fischer y de Spassky, en tanto que un adolescente que pasa casualmente por allí olvida sus obligaciones por verlos jugar, fascinado por las intrigas que bullen por debajo de la contienda. Es que en realidad, juntamente con la partida de ajedrez los personajes están hablando de los tiempos de la Guerra Fría y de las dos potencias mundiales en pugna. Así entonces, surge una miríada de personajes –familiares, amigos, miembros de la KGB y hasta Henry Kissinger– que dan cuenta del nivel de exigencia y presión que sufren uno y otro por igual. Los tres personajes involucrados en animar esta antigua contienda se llaman Waterloo, Bailén y Leipzig, nombres de tres derrotas sufridas por el ejército napoleónico. “Estos hombres, de los que nunca llegamos a saber sus verdaderos nombres”, explica Dacal en la entrevista con PáginaI12, “se imbuyen así del raro prestigio de los héroes que logran convertir en victorias sus derrotas, porque esas tres batallas cambiaron el curso de la historia”. Y concluye: “Se trata de vivir las vidas de otros para elevarse por sobre las derrotas personales”.
–Es su cuarta puesta de un texto de Mayorga. ¿Qué encuentra en este autor que no encuentra en otros?
–Muchos textos de Mayorga me han producido algo así como fulguraciones en mi imaginario. De pronto me encontré con un tipo que era capaz de decir: “Un texto sabe cosas que su autor desconoce”. ¡Qué magnífica provocación desde un autor hacia un director teatral! Mayorga es un creador con un riquísimo imaginario, dotado de una técnica envidiable y, por sobre todas las cosas, tiene una prodigalidad muy difícil de encontrar en nuestros días.
–Dos de los personajes recrean la vida de otro pero desde un apasionamiento que le es propio. ¿La obra habla también del oficio de la actuación?
–Waterloo es capaz de decir, en un momento del diálogo: “Yo, fuera de acá, nunca fui campeón mundial de nada”. Bailén, en otro momento: “No importa el personaje que te toque en suerte, lo importante es estar a la altura de tu victoria o tu derrota”. La obra no sólo habla del oficio de la actuación, sino que lo pone a prueba, lo discute en sus límites, lo ejerce hasta las últimas consecuencias.
–Este es un texto coral, dado que además de los contendientes hay infinidad de presencias que hacen al relato. ¿Cuál es el código encontrado para que el espectador no se pierda?
–La apuesta consistió en apelar a la técnica histriónica del buen contador de cuentos. Todos conocimos, alguna vez, a alguno de esos seres que con sólo una respiración, una pausa, un distinto acento en su voz, fueron capaces de narrarnos historias que no podíamos negarnos a presenciar. El teatro tiene en ello una larga tradición, desde el legendario bululú hasta extraordinarios intérpretes de nuestros días. En tal sentido, la eficacia profesional de actores como Ordano y Howard, tanto como la audacia del muy joven Martuccio, permitieron fundar un singular código de comunicación con el espectador.
–Si el público no sabe nada de ajedrez, ¿peligra la comprensión o la tensión que va generando el juego?
–Ninguno de nosotros sabe nada de ajedrez, más allá de como se mueven algunas piezas. Waterloo y Bailén tampoco saben nada de ajedrez. Sospechamos que algo del asunto entiende Leipzig... Sin embargo la casi tragedia de Fischer y Spasski tiene lugar en escena. Si ellos pueden ser los campeones, es bastante posible que el público pueda jugar como el espectador apasionado de aquel famoso campeonato mundial de Reikiavik.
–Más allá de lo sucedido con Fischer, Spasski, más allá de la Guerra Fría, ¿la obra encierra una metáfora sobre la vida?
–Acá me voy a permitir contestarte parafraseando, una vez más, al propio Mayorga cuando define Reikiavik. Cito desde mi memoria: “No hay nada teatralmente más rico que el antagonismo entre dos personajes que en su enfrentamiento acaban siendo cada uno el doble del otro. Reikiavik es una obra sobre el ajedrez, ese arte que, como la vida misma, se basa en la memoria y la imaginación. Es, también, una obra sobre la Guerra Fría. Y, además, es una obra sobre hombres que viven las vidas de otros”. Suscribo cada una de tales palabras que han sido mi guía para trabajar esta puesta en escena.
Enrique Dacal, profundo conocedor de las obras de Juan Mayorga, realiza una sugerente y estimulante puesta en escena de Reikiavik, obra que con mucho éxito se estrenara en Madrid bajo la dirección del autor en 2015. Muchas fueron las críticas que mereció dicha obra, por lo que prefiero soslayar tanto un resumen de su argumento como los unánimes comentarios sobre sus valores y la calidad de Mayorga como dramaturgo. Prefiero reflexionar sobre cómo Dacal aprovechó el material y cuáles fueron sus opciones a la hora de plasmar las metáforas textuales en imágenes.
El diseño espacial fue realizado en colaboración con Martín Mouesca y Néstor Pérez Vidal y el blanco es elegido para el piso la plaza y el árbol a cuyo pie transcurre la acción, que remite al color que se asocia a esa “bahía humeante” que es Reikiavik, al tiempo que simboliza la totalidad y la síntesis de lo distinto. La elección de un único árbol y no la arboleda en una plaza lo refuerza como símbolo de la vida, de la generación y regeneración que propone el texto (uno de los jugadores deteriorado por la enfermedad morirá pero un joven cuyo nombre es especialmente significativo - , ocupará su lugar). A diferencia del cartel madrileño, en el que lo central era una ficha de ajedrez, en el programa de la puesta argentina, es precisamente un árbol a cuyo pie se reúnen los personajes.
Se trata de tres seres que se diferencian por los mundos que representan (comunismo, capitalismo), por su relación con la fama (campeones consagrados, principiante) y por pertenencia generacional (adultez, adolescencia), pero que poseen una ligazón que los conecta (individualidades fuera de serie, seres capaces de consagrarse con pasión excluyente a un objetivo). Lo visual opera nuevamente como vía de acceso al sentido: los tres personajes llevan anteojos cuya forma anticuada y tamaño los definen como “nerds”[1].
Dacal reemplaza, asimismo el espacio sonoro creado por Mariano García en la puesta escena madrileña, por fragmentos de “Tomorrow´s del joven músico y compositor islandés Olafur Arlands quien con gran talento ha sido capaz de integrar “lo viejo” y “lo nuevo” y se presta de modo coherente a la intimidad y contacto cercano que ofrece el CELCIT Teatro a los actores y espectadores; pero no funciona como ”atmósfera”, sino estrechamente conectada con el estatuto de los personajes
Para un texto complejo, denso, que no sólo acumula capas de significado (el ajedrez, la competición, la fama, la política y la guerra, el individuo y las presiones sociales, que es lo que hace libres a los hombres y qué los esclaviza), sino que exige de los intérpretes continuos cambios de roles y tipo de discursos, el director acertó en la elección de los actores que encarnan a Bobby Fischer y Boris Spasski. Julian Howard aporta su formación como acróbata y su participación en el grupo Los Volatineros, y revela aspectos que, por momento remiten al mundo del clown a partir de pautados desplazamientos coreográficos y sobre todo con sus juegos con el sombrero, lo que contribuye a subrayar las características que definieron a Bobby Fischer; Julio Ordano opera minuciosamente sobre los diferentes timbres vocálicos y posturas corporales que corresponden al campeón ruso y a los diferentes personajes que le toca asumir; Nicolás Martuccio, trasciende el diseño del nerd como tipo plano, le otorga profundidad y lo enriquece a medida que avanza la acción. Howard y Ordano exhiben una especial capacidad para mostrarse simultáneamente como Fischer y Spasski, como sus espejos y contrafiguras, y Martuccio, el oficio y la sensibilidad para alejarse del estereotipo. La puesta en escena aparece marcada, así, por un trabajo con el cuerpo como instrumento que potencie la palabra, como otro lenguaje expresivo.
Los tres personajes (Bailén, Waterloo, Leipzig) llevan anteojos: cada uno ve el mundo a través de sus propios cristales. Los tres orinan (la orina es el fuego de la “naturaleza inferior”) contra el tronco del árbol a cuyo pie se realizan las partidas, árbol que me recuerda el Arbor elementalis de Ramón Llull cuyo tronco simboliza la sustancia primordial de la creación, las ramas sus nueve accidentes y la cifra total, “la suma de todo lo real que puede determinarse por números” (Cirlot). El director sintetiza así de manera completa el pensamiento de Mayorga, filósofo y matemático.
Este dramaturgo se refería a sus personajes como “aquellos seres frágiles (que) aspiran a la dignidad, la belleza y la libertad y que se enfrentan a poderes enormes, interiores y exteriores que los amenazan”: precisamente en la puesta de Dacal los elementos cómicos puntuales que incorpora contribuyen a subrayar esa insostenible levedad del ser de la que hablaba Jean Émelina en su estudio Le comique, y pone de manifiesto un mundo en el que el triunfo y la fama se pueden volcar en esas situaciones angustiantes propias del drama.
Como afirmaba al comienzo, Dacal es un director que con notable profundidad lee e interpreta (soy consciente de la complejidad que entraña este último término) las obras de Mayorga :sus puestas en escena de Cartas de amor a Stalin en 2007, El chico de la última fila en 2014, y Los yugoslavos en 2016, son prueba de ello; y en esta oportunidad, con Reikiavik, logra que los actores transmitan las contradicciones y ambivalencias más sutiles ocultas en el texto dramático que implica convertir en triunfos las derrotas que llevan implícitas sus nombres,[2] y lograr una identidad a partir de la alienación.
[1] El actor Nicolás Martuccio en una entrevista realizada por señalaba que deseaba representar a un chico nerd “distinto de sus compañeros de escuela, abstraído, tímido y solitario, pero inteligente”, y para ello junto con el director “cambiamos su postura, el pelo y le pusimos anteojos con marco ancho” (Adriana Santa Cruz.leedor.com 03/03/2018, “Reikiavik, algo más que una partida de ajedrez”)
[2] Bailén fue la primera derrota del ejército en campo abierto, Waterloo, la última batalla en la que fue derrotado por un ejército anglo holandés, y Leipzig, fue la batalla más importante perdida por Napoleón. Las tres cambiaron el curso de la historia.
Reikiavik nos hace reflexionar sobre la relación entre juego y vida. El mismo hecho de que haya teatro dentro del teatro en la obra, ya está remarcando que el teatro es un juego más como lo es el ajedrez, pero que al mismo tiempo, en este juego se arriesgan cosas importantes, se movilizan fuerzas e instintos primordiales.
“Cuando los jugadores se hayan ido, / cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito. / En el Oriente se encendió esta guerra /
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. /Como el otro, este juego es infinito”. Jorge Luis Borges, “Ajedrez”
La obra está centrada en el célebre campeonato mundial de 1972 donde se enfrentaron Bobby Fischer de Estados Unidos y Boris Spassky de la Unión Soviética, en la capital islandesa de Reikiavik. Las exigencias y las fobias, las presiones y las obsesiones, el miedo de perder, la victoria y la derrota, la búsqueda del éxito son todos temas que atraviesan la trama. Lo interesante aquí es que Spassky y Fischer se convierten en dos personajes interpretados a su vez por otros personajes: Waterloo y Bailén recrean ante el joven Leipzig los acontecimientos ocurridos en aquel mítico encuentro. Ellos se dan cita en un parque desolado y recrean los hechos históricos, ante este muchacho adolescente y nerd que observa cómo va avanzando la partida. Los tres llevan nombres de derrotas napoleónicas. La Guerra fría, y la batalla entre comunismo y capitalismo son otros ejes que asoman, aunque no son protagonistas; lo importante aquí es el juego, las pasiones que enciende, el cara a cara de dos contrincantes. Kissinger y el Soviet Supremo son otros de los personajes que se introducen en la trama.
Reikiavik fue estrenada en marzo de 2015 dirigida por el mismo Mayorga, madrileño. “El hecho de que un autor dirija su obra no hace que esa puesta en escena sea la definitiva, porque no existe tal cosa en el hecho teatral. Es más, hay varios intentos en el extranjero de montar Reikiavik de los que estoy seguro de que los directores encontrarán cosas que yo no he visto en el texto. Cada mirada descubre aspectos nuevos”, dijo Mayorga al diario El país de España. Esta puesta es un estreno en la Argentina.
El juego oprime y libera, el juego arrebata, electriza, hechiza y está lleno de dos cualidades nobles: ritmo y armonía, según leemos en Humo Ludens de Johan Huizinga. La obra dirigida por Enrique Dacal consigue, asimismo, ritmo y armonía. El texto de Juan Mayorga permite que el juego del ajedrez, el juego del teatro y el de la vida se junten para dar a luz a esta obra que resulta filosófica, que formula preguntas en torno a lo humano y que pone de manifiesto las estrategias de la ficción. Así, esta pieza puede considerarse teatralista, es parte de una poética teatral que se muestra como convención.
Las actuaciones de Julio Ordano, Julian Howard y Nicolás Martuccio evidencian un consistente trabajo con gran ductilidad y exigencias desde lo intelectual. Cada actor, como se ha dicho, interpreta distintos roles y todos ellos consiguen llevar a cabo las transformaciones con éxito.
“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza /de polvo y tiempo y sueño y agonía?” Leemos en “Ajedrez”, el poema de Borges. Parece indicado pensar que hay un Dios que crea al hombre y luego un hombre que se cree Dios creando el ajedrez y moviendo las piezas; puede incluso pensar que llega a ser artífice de su propio destino. Como muñecas rusas, una creación se inserta dentro de la otra en un juego que no tiene fin. Siguiendo con la línea borgeana, por un extraño azar esta obra se estrenó en nuestro país, el 9 de marzo útlimo, fecha del aniversario del nacimiento de Bobby Fischer. Quién sabe cuántas coincidencias más se darán en este juego, el de la vida, donde extrañamente la ficción y la realidad encajan perfectamente como las partes de un rompecabezas.
"Reikiavik no nos presenta lo que los historiadores pueden contarnos sobre lo sucedido en el 72, sino cómo lo reviven, transformándolo, dos hombres de nuestro tiempo ante un muchacho de nuestro tiempo y ante el espectador de nuestro tiempo” Juan Mayorga
Reikiavik, obra del español Juan Mayorga que acaba de estrenarse en CELCIT, es “algo más que un partido de ajedrez”. Es el duelo ajedrecístico –y actoral- entre dos grandes. En la ficción representan el duelo que jugaran Bobby Fischer y Boris Spassky en 1972. En CELCIT se reactualiza en términos de duelo actoral entre otros grandes: Julio Ordano y Julián Howard, bajo una brillante dirección de Enrique Dacal.
De entrada el personaje interpretado por Howard reta a una partida de ajedrez al joven “muchacho” (correctamente interpretado por Nicolás Martuccio) y le hace un jaque mate antes que este pueda siquiera sentarse… Pero “No fui yo, fue Fisher…” le aclara en seguida. Y así nos vamos anoticiando que el ajedrez, la rivalidad y el cambio de personajes transitarán fuertemente a lo largo de esta. Lo sigue el personaje de Ordano quien, a pesar de no ser bienvenido por su rival, se mete en la piel de Spassky, luego en la de la madre de Fischer, y comienzan a discutir acerca de su origen judío, de la revolución bolchevique, si Leningrado es aun San Petersburgo, o si leer a Tolstoi o a Dostoievsky.
“El partido empezó mucho antes que empecemos a jugar” aclaran, dando idea de cómo la Guerra USA-URSS estaba presente y era manejada por otros, que nunca terminaremos de conocer, pero que antecedieron y dominaron la escena mundial poderosa y calladamente.
Los dos actores (Bailen y Waterloo en el texto original tomado esos nombres de derrotas napoleónicas), representan la Guerra Fría que en 1972 estaba en pleno apogeo, pero también a muchos otros que movieron piezas en aquel tablero mundial. Y lo hacen ante un tercero al que el autor llama “muchacho”, joven perdido que admira en secreto a estos dos colosos, y que solo al final de la pieza parece adquirir importancia propia.
Bailén y Waterloo siguen las jugadas de un libro de ajedrez que intenta ordenar un juego simbólico del cual también quieren salirse. Porque ellos no juegan al ajedrez, juegan a “Reikiavik”. Juegan a ser: Bobby Fischer, Boris Spasski, el árbitro alemán, la madre de Bobby, Henry Kissinger, el fantasma de Stalin, el Soviet Supremo, el caballo negro amenazando al alfil blanco, los padres ausentes, los campeones muertos, Lenin y Gorkin, el mundo libre o la tiranía”, Nicolai, Dimitri” y muchos más.
“Hay infinitas versiones de Fischer, hay infinitas versiones de Spasski, así como hay infinitas versiones de vos mismo” dice Ordano-Spasski. Y este es el gran desafío que la obra propone al espectador. Seguir a estos titanes en su derrotero, acompañándolos en sus cambios de personajes a través de sus cambios de acento, de pronunciación, de gestos y hasta de posiciones corporales, tarea ardua para el espectador, pero obviamente mucho más difícil desde el punto de vista interpretativo para los actores y que logran airosamente.
Porque esta pulseada expresa detrás de la rivalidad lúdica -e histórica-, la decadencia y la profunda soledad que encubren. “Si llega a ganar tu Rey eres tú el que muere, pero aunque a punto de ganarme, eres el hombre más solo del mundo” dice Fischer a Spasski a modo de condena.
Al decir del propio Mayorga: … “No es la primera vez que hacen algo así, pero sí la primera vez que lo hacen ante un tercero: un muchacho extraviado. Y nunca lo habían hecho con tanta pasión. Porque hoy buscan no sólo comprender qué sucedió realmente en Reikiavik, qué estaba realmente en juego en Reikiavik. Hoy, Waterloo y Bailén buscan un heredero”.
Y la búsqueda del heredero es la excusa de Waterloo y Bailen, Fischer y Spasski -u Ordano y Howard en este caso- para mostrar que “No hay teoría revolucionaria sin practica revolucionaria, así como no hay practica sin teoría revolucionaria”. Es decir, muestran a un tercero en esta pulseada la maestría y la destreza revolucionarias, práctica y teóricas de la que son capaces estos ajedrecistas-actores ofreciendo así una verdadera master class.
Julio Ordano, Julián Howard y Nicolás Martuccio son los protagonistas de Reikiavik, que se estrena el próximo viernes 9 de marzo y que hace referencia al Campeonato del Mundo de Ajedrez disputado en 1972, durante la Guerra Fría, por el soviético Boris Spassky y el estadounidense Bobby Fischer.
En esta oportunidad, conversamos con los actores antes del próximo estreno de esta obra escrita por Juan Mayorga y dirigida por Enrique Dacal.
La obra tiene una temática inusual, ¿qué les atrajo de esta propuesta?
Julián: Aunque tengo una edad que me permite recordar perfectamente el evento de ese campeonato mundial, gracias al cual me interesé por jugar al ajedrez, práctica que he dejado, lo que me atrajo al proyecto fue la gente con la que volvería a trabajar después de mucho tiempo. El equipo de personas que iban a formar parte de este proyecto es gente muy querida por mí.
Julio: Justamente la originalidad de la estructura, el hecho de que no fuera un desarrollo como el habitual, donde se van encadenando los acontecimientos, sino que, de una manera más brechtiana, se cuentan y se actúa simultáneamente.
¿Cómo fueron armando sus personajes?
Julián: Soy de los actores/directores que cree que los personajes surgen del texto. Desde allí fui construyendo el personaje, que por supuesto todavía no he terminado de delinear.
Nicolás: Hace un tiempo yo venía pensado y tenía ganas de interpretar a un chico nerd, distinto a sus compañeros de escuela, abstraído, tímido y solitario, pero inteligente, y no pude conseguir poder volcar a ese personaje en ningún proyecto. A medida que iba leyendo la obra, me di cuenta que ese personaje podría ir perfecto para esta puesta. Entonces le dije a Quique, el director, que tenía una idea de cómo encarar al personaje, me dio el ok, y juntos pudimos pulir más a ese chico adolescente. Cambiamos su postura, el pelo y le pusimos unos anteojos con marco ancho.
Julio: Como cada actor tiene varios personajes, además del central, el camino fue ir encontrando la verdad de cada uno de ellos a través del juego y la intuición. La verosimilitud no es del orden del naturalismo, sino que están encarados con trazos más gruesos, no por ello menos creíbles.
¿En qué punto se conecta la obra con la realidad argentina?
Nicolás: Reikiavik es una obra que trata muchos puntos interesantes y temas que dan a pensar, pero uno de los más importantes que se nombran en la obra y refleja a nuestro país hoy en día, en mi opinión, es el capitalismo, uno de los temas más importantes y que tanto nos tiene preocupados: el desempleo.
Julián: Todavía no he podido conectar la obra con la realidad argentina. Eso es algo que empezará a pasar por mi pensamiento más adelante.
Julio: En 1972 la “grieta” era realmente profunda y peligrosa. Estaba amenazado el mundo. Los dos personajes (Fisher y Spassky) eran utilizados como fuerzas en un combate a nivel mundial. Ellos buscaban la libertad en medio de semejantes presiones. Un texto de la obra puede dar una idea de la proximidad: “Hay reglas, pero no se cumplen”.
¿Qué marcaciones recibieron del director?
Julián: Cantidades de marcaciones. El texto tiene la particularidad de tener varios personajes en un mismo párrafo dicho por el mismo actor. Sin la orientación de un director, hubiese sido difícil hacer esta versión. Seguramente, con otro director la versión sería diferente.
Julio: Dacal tiene la virtud de ir despertando en los actores la creatividad e ir orientando los resultados que se van obteniendo en función de su visión. Hace más señalamientos que marcaciones.
Más allá del trasfondo histórico, ¿cuál es la dimensión humana que presentan los personajes y que puede llevar a la identificación del espectador?
Julián: Básicamente, la pasión con la que dos ajedrecistas se enfrentan en esta batalla. Cualquier actividad necesita de esa pasión para llevarla adelante.
Julio: La pasión, la obsesión por lograr las metas artísticas en las que creen y persiguen. Tanto aman lo que hacen que son capaces de aplaudir la bella acción del contrincante aunque los perjudique. Aman lo que hacen más que a sí mismos. Creen que uno debe aprender del enemigo.
Se trata de una obra sobre el célebre match por la final mundialista de ajedrez en la capital de Islandia, en 1972.
La temporada teatral que comienza en marzo en el Celcit (Moreno al 400, San Telmo) cuenta con un título sugestivo “Reijkiavik”. Se trata de una pieza escrita por un dramaturgo español, Juan Mayorga (Madrid, 1965) quien la construye a partir del célebre match por la final mundialista de ajedrez entre Bobby Fischer y Boris Spassky en la capital de Islandia, en 1972.
Aquel acontecimiento, que como ningún otro en la historia trasladó al deporte los escenarios de la Guerra Fría, ya fue motivo de varios libros. El más destacado, probablemente, “Bobby Fischer fue a la guerra” de los periodistas británicos David Edmonds y John Edinow. También, hace dos años llegó al cine con “Pawn sacrifice”, la película dirigida por Edward Zwick y protagonizada por Toby Maguire y Liev Schreiber. Allí se concentraba, principalmente, en las vicisitudes psicológicas del excéntrico jugador norteamericano, hasta que comienza a encarrilar la serie en su favor.
Mayorga, el autor de la obra teatral, también la estrenó hace dos años en su país, aunque la venía soñando desde antes, desde muy chico. Filósofo y matemático, además de Premio Nacional de Teatro en su país, contó que “la historia del match Fischer-Spassky me persigue desde que era chico. Recuerdo como esperaba las noticias y las imágenes de aquel duelo”.
Pero, en definitiva, Fischer-Spassky es el eje para describir en “Reijkiavik” el encuentro entre dos mundos tan disímiles como lo eran el soviético y el estadounidense. Y alrededor de los personajes centrales, van desfilando analistas, psiquiatras, familiares. Y también el Soviet Supremo de la URSS, Kissinger, Kennedy, Lenin, Marilyn Monroe… “La fuerza enorme del teatro es que un actor sea capaz de construir todos esos personajes con un solo objeto”, señaló el director.
Esos personajes se llaman Waterloo y Bailén (curiosamente, los nombres de dos batallas perdidas por Napoleón). Se encuentran en un apacible parque, a la sombra de un árbol, decididos a representar los roles de Fischer y Spassky, ante la mirada de un joven, Leipzig. “Lo que buscan entender, en definitiva, es qué sucedió en Reijkiavik, que es lo que estaba en juego”, anticipaba Mayorga.
En Buenos Aires la obra será protagonizada por Julián Howard, Nicolás Martuccio y Julio Ordano. Las sombras de Fischer y Spassky estarán allí.
Reikiavik es la representación continua del legendario duelo de ajedrez disputado en 1972 por Bobby Fischer y Boris Spassky. Duelo en el que parecía no solo estar en juego ese tablero sino también el honor de dos países: Estados Unidos y la Unión Soviética.
Los protagonistas, que se hacen llamar Bailén y Waterloo, son dos hombres obsesionados con esta partida, quienes alternadamente juegan los papeles de Fischer y Spassky y, guiándose por un libro, reproducen una y otra vez lo que sucedió durante esas jugadas. Bailén y Waterloo no juegan para ganar, juegan para entender qué paso.
Un joven es testigo de esta última partida y ellos, cómplices, hacen su teatro buscando conquistar al chico para que ocupe el lugar de ellos cuando alguno ya no esté. Para que la representación no se corte y la búsqueda continúe.
Un espectáculo conmovedor y sin desperdicio. Las actuaciones de Julio Ordano y Julián Howard son una sobrada muestra de talento y oficio. Los dos actores irán dando vida a diferentes personajes en el transcurso de la obra, contando con un sombrero y la ductilidad de sus cuerpos, haciendo gala de una gran plasticidad. Nicolás Martuccio no se queda atrás y compone un personaje entrañable, inteligente y eficaz.
La iluminación y la escenografía son dos puntos a destacar. El árbol seco, los objetos blancos, el tinte azul. Se recrea un mundo que nos termina de sumergir en esta historia que parece detenida en un tiempo y lugar incierto.
Gran dirección de Enrique Dacal que pone en escena este texto complejo y logra un espectáculo sin fisuras y con mucho dinamismo que exige un importante despliegue a sus actores y ellos responden muy a la altura de las circunstancias.
Reikiavik se presenta en el hermoso teatro CELCIT donde siempre hay muy buenas propuestas nacionales y en el que hemos visto muy buen teatro internacional.
con Laura Brauer
Miércoles 6 de marzo
19 h (hora Argentina)
con Carlos Fos
1º de julio al 30 de septiembre
Martes de 19 a 21
con Cintia Miraglia
3 de junio al 22 de julio
Lunes de 17 a 19
con Pheonía Veloz
1º de abril al 31 de julio
Martes de 17:30 a 19
con Silvia Maldini
2 de mayo al 30 de junio
Sin horarios fijos