Entrevista a Mauricio Kartún

Escritor, docente, director teatral, uno de los teatristas más importantes de la escena argentina y latinoamericana. Mauricio Kartún nos recibió para conversar sobre su trabajo y reflexionar acerca de la potencia que sigue teniendo el teatro hoy.
Por: Flora Ferrari | Creado el 22/11/2024 | 663

“Siempre lo que imaginás, si se lo permitís a tu cabeza, será extremadamente más poderoso, más conmovedor, más perturbador y más ilimitado que lo que puedas ver en cualquier pantalla.”


 

Muchas gracias por este encuentro. Primero, queremos saber ¿cómo estás vos en términos creativos y laborales en este contexto? 

MK: En principio, naturalmente preocupado por el cambio de paradigma y, como siempre frente a momentos críticos, buscando salidas creativas. El panorama se redujo mucho, en tanto las instituciones que hicieron del teatro argentino, especialmente del porteño, una especie de fenómeno mundial, hoy están desfinanciadas. Seguimos hoy funcionando con los restos de lo que estaba producido, pero el tema es cómo se enfrenta el camino que sigue.  En mi caso, sentí que era una buena oportunidad para trabajar en un campo diferente. Di clases durante veinte años en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático, y decidí para el año que viene hacer un nuevo montaje en el circuito independiente, pero en este caso que el elenco completo y toda la parte artístico-técnica esté compuesta por egresados de la EMAD. Algo que hace rato tenía ganas de hacer.

 

Alguna vez dijiste: “una buena obra de teatro es como un striptease, la mayor parte de la obra sucede en la cabeza del espectador”. ¿Cómo ves hoy esa potencia y la capacidad imaginativa del teatro cuando todo está tan excesivamente expuesto?

MK: La veo más que nunca. Estamos viviendo en el marco de una tormenta tecnológica que viene produciendo fenómenos sorprendentes. Pero con tanta frecuencia que han dejado de hacerlo; ya no nos sorprendemos de nada. Nos muestran todo y nos acostumbramos a que todo está mostrado. ¿Dónde queda el lugar de conmoción más grande de tu recepción entonces? No en lo que ves, sino en lo que imaginás. Siempre lo que imaginás, si se lo permitís a tu cabeza, será extremadamente más poderoso, más conmovedor, más perturbador y más ilimitado que lo que puedas ver en cualquier pantalla. El teatro desde hace 24 siglos se dedica a que, haciendo poco la gente pueda ver mucho. Por eso aquella referencia que mencionás, una observación que una bailarina de striptease me hizo alguna vez: que tenía mucho más poder un escote que un desnudo. Que en realidad lo importante era esa parte por el todo que permitía al otro imaginar un todo mucho más poderoso que la realidad. El teatro se dedica a eso. Es el arte de lo aludido. El teatro cuando muestra se pone medio pavo. Manejamos técnicas, procedimientos, por los cuales ese pequeño objeto observado que es la escena, crece adentro de la cabeza del espectador. Y eso, de alguna manera, se ha transformado en la garantía de sobrevida que tiene el teatro. Porque cuanto mayor sea la capacidad de sorprender de la inteligencia artificial, de la tecnología, curiosamente, mucho mayor será la falta de sorpresas que produzca. Ya nada nos sorprende y, sin embargo, en esa otra experiencia íntima, repetida desde hace 2400 años, se arma un ritual en el que te abandonás a un tiempo abolido frente a gente que crea delante tuyo. Admirado y sorprendido por lo que puede un cuerpo. Hay una frase de hace siglos de Baruch Spinoza que parece tener más vigencia que nunca: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Vamos al teatro a eso, a ver lo que puede un cuerpo. Primero viene toda la admiración. ¿Cómo pueden tener esa memoria, cómo pueden hacer eso, cómo puede poner en su cuerpo la presencia de otro cuerpo? Y, lo más poderoso, ¿cómo puede ser que estando ahí, en un banquito, hablando, a mí se me abra un mundo a partir de lo que imagino en sus palabras, en sus gestos y en cierta expresión mínima de su cuerpo? Ese es un fenómeno eterno, no caduca. Mi atención y mi sorpresa van a estar siempre, porque siempre la capacidad de un cuerpo haciendo algo tan diferente a lo que puede cualquier otro cuerpo es bastante menos frecuente que cualquier sorpresa tecnológica. Por eso una buena actuación en una buena obra crea algo tan poderoso que, cuando salimos, si fuimos acompañados, nos lleva largo tiempo luego charlarlo, elaborarlo. Con los colegas jodemos siempre con que las buenas obras sobrevuelan a la milanesa. ¿Viste una obra de una hora y te pasaste una hora y media hablando de ella? Eso porque tu cabeza es extremadamente más grande imaginando que viendo. Hoy lo virtual nos hace sorprendernos por lo que vemos nada más, no nos da lugar a la imaginación, todo es literal. El teatro, por el contrario, es imaginativo, y poético.

 

Hace años que dirigís tus propios materiales, a la hora de escribir ¿aparecen la cabeza del director y del productor o podés dejarlos al margen?

MK: Sí y no. Como decía mi mamá, como te digo una cosa, te digo la otra. Cuando escribo trato de dejar afuera al director y al productor. Y a los actores. Dejo afuera todo, porque yo creo en cierta originalidad que viene del no especular con la teatralidad más expresa, más convencional. Soy un autor que dirige, hago una conversión de norma en mi cabeza. Soy autor, miro como autor y luego dirijo. La contraparte es que a la hora de escribir, pienso en términos de economía de espacios y de cantidad de personajes. Por un lado, uno podría decir, no es lo mismo una cooperativa de tres que una cooperativa de diez, entonces es inevitable que si podés resolverlo de una manera más acotada, lo hagas. Pero sobre esto también hay un pensamiento estético. En la poética de Aristóteles, cuando define la obra de teatro, dice, “una acción única, tensa y contada por la cantidad menor de personajes”. Eso no es una especulación productora, sino un postulado estético muy fuerte. La obra es un acto de condensación. La obra no es un acto de despliegue de una historia, sino que es el acto de condensación de una historia. En ese sentido se combinan las dos cosas. 

 

Ahora ya no estás dando tus célebres talleres, ¿pero seguís dando clases en otros formatos? 

MK: Sí, ya no hago taller. Ocasionalmente hago supervisiones a colegas que me interesan, pero los hago más por ese gusto. Ya no doy clases en mi estudio. Después de la pandemia lo alquilamos. Sentí que había cumplido una etapa y que era bueno salirse de las etapas. La pandemia me llevó a escribir narrativa, publiqué una novela que tiene ya seis reediciones, el año que viene saco un libro de cuentos. Hay un airecito nuevo, que es saludable. En relación a las clases, no doy mis talleres pero necesito de todos modos la energía del proferir ideas. No se crece en el pensamiento si el pensamiento no toma cuerpo. Los pensamientos dentro de uno son monotemáticos, reiterativos, siempre mueren en lo mismo, toman forma nueva cuando los proferís. Esta es la gran virtud, la gran ventaja, casi te diría lo milagroso, que tiene dar clases. Dando clases entendés aquello que creías que habías entendido, pero repetías en realidad como fórmula. Cuando vos lo pasás al cuerpo no le podés mentir a eso. Es el fenómeno del acto de elocuencia, poder poner en palabras algo, que ahora al nombrarlo al fin se entiende. No es una mera fórmula, no es una ecuación, es algo vivo. Para eso hay que dar clases. Entonces, al menos una vez al año, doy seminarios intensivos en alguna sala grande. Por otro lado, ciertas formas de lo virtual me permiten también dar clases por plataforma. Doy, por Alternativa Teatral, por lo menos dos seminarios por año y prácticamente todas las semanas tengo clases virtuales con grupos en congresos o festivales; y eso cumple la misma función.

 

Siempre se te ve incansable, apasionado y contagiando entusiasmo. ¿Alguna vez algo se te convierte en una suerte de trabajo pesado, tenés momentos de cansancio o conflicto durante los procesos o los trascendés?

MK: Tomo lo principal que es eso del entusiasmo. En mi casa, cuando era chico, escuchaba algo que tuvo para mí mucha importancia. Una frase hecha, pero muy poderosa: el que trabaja en lo que ama, cumple el sueño de vivir sin trabajar. Eso da un plus de energía muy grande. Tiene que ver en principio con un acto placentero. Pero, como siempre, la repetición pone en riesgo cualquier entusiasmo. Me ha pasado en algunos momentos. Lo descubrí, por ejemplo, cuando me jubilé. Cuando me jubilaron, en realidad, porque yo no quería, ¿qué me vas a decir a mí cuando tengo que dejar de enseñar? Al principio me agarró como una especie de chiripioca. Después, de a poco, empecé a sentir cierta zona de alivio curiosa. Los lunes a la mañana, por ejemplo, cuando ya no me tenía que levantar a las 7. Me di cuenta de la energía que tenía que ponerle. Mis ex alumnos de la EMAD, a la hora de recordar aquellas clases, suelen repetir más o menos lo mismo: nosotros llegábamos medio dormidos a las 9 de la mañana y vos entrabas con toda la pila. Decíamos, ¿de dónde saca la energía? La energía es como la nafta, se paga, es un combustible. Levantarse a las 7 de la mañana, desayunar leyendo materiales, o a veces levantarme más temprano todavía para irme caminando y llegar con la pila de 40 minutos de caminata… Y todo eso porque la clase tenía que salir bien. Y sin energía no había caso, así que te la auto generás. 

 

El jardín es uno de tus grandes placeres…

MK: Sí. Es un momento de meditación en acción. Sentarme en un banquito, meter las manos en la tierra, trabajar con mis plantas. Meditación en acción. A veces eso se pierde de vista o se le da una especie de carácter esotérico medio bobo. Cada vez que uno habla de meditación parecería estar hablando de algo que por extra cotidiano resultaría raro. Curioso, siendo que la cabeza del ser humano no funciona sino en la alternancia entre momentos de concentración, pensamiento, reflexión, especulación; y de otros en donde te borrás para que la cabeza haga lo que necesita, que es reiniciarse. Nos reiniciamos todos los días al dormir, pero durante el día volvemos a quedar atrapados en la red conceptual y encontramos otras formas de zafar que son las modalidades de la meditación. A veces premeditada, te sentás en el almohadoncito y meditás; otras en vez de almohadón hay banquito y plantas adelante, y el tiempo desaparece durante 20 minutos, y el contacto con ese ser vivo te reinicia. Cuando volvés, la cabeza está funcionando de otra manera. En mi caso, tanto el jardín como las caminatas tienen ese mismo valor. No usar celular, por otro lado, me da la extraordinaria ventaja de que cuando salgo de casa desconecto.

 

Además de entusiasta sos una persona luminosa, nunca transmitiste esa idea del artista maldito que crea desde la oscuridad, pero ¿atravesás momentos de angustia durante el proceso creador?

MK: La creación es un hecho vital, y el hecho vital tiene placeres y tiene dolores, es inevitable. Lo que uno rápidamente debe instalar como artista que quiere sobrevivir, es la convicción de que no hay creación sin fracaso. El fracaso es parte del camino de la creación. Continuamente estoy escribiendo cosas que no terminan en ningún lado. Si yo hago de esos fracasos una pancarta, me hundo pidiendo auxilio. Obvio, el 80 % de las veces que te sentás a escribir salen pavadas, pero es tu capacidad para sentarte muchas veces, para saber cuándo soltar un material, cuándo sentir por acá no era. “Ay, pero trabajé cuatro días. Cómo voy a perder cuatro días de trabajo.” No los perdiste, simplemente ganaste la posibilidad de entender que por ahí no era. Vamos a buscar otro camino. Si no entendés esto, el trabajo creador es demasiado angustiante. Continuamente estamos pensando en no puedo, no sirvo, no tengo fuerzas. Y cuando miro para atrás, lo que me doy cuenta es que cada una de las obras que estrené fueron acompañadas, por lo menos, por otras tres que quedaron ahí, otras tres que no pude llegar a escribir, en algunas de las cuales trabajé mucho tiempo. Tengo obras sobre las que trabajé dos años y no pude terminar. Están ahí. Fueron parte de un camino. Algunas me indicaron rumbos estéticos que luego practiqué con otras con las que sí tuve buen resultado. Si uno no entiende esto, dedicarse al arte es malsano. Si no sos capaz de naturalizarlos a esos fracasos, todo es un horror. Es lo mismo que el actor, por ejemplo, que quiere ir a los ensayos y hacer las cosas bien. Los ensayos no están hechos para hacer las cosas bien. Los ensayos están hechos para hacer las cosas y para buscar y para probar. Tiene que ver sobre todo con estar pensando ésto desde una larga experiencia de traspiés, entre los cuales cada tanto en una me va bien y la festejo, destapo una botellita de champán y lo disfruto. Pero es una cada tanto.

 

Y el humor también, vos tenés la capacidad de encontrar humor y de reírte en casi todas las circunstancias…

MK: Esas son cosas que vienen con uno. En el mundo la gente que se ríe mucho suele tener fama de pavo, de que no se toma la vida en serio. Yo soy un convencido de todo lo contrario. Por alguna razón la naturaleza nos ha dado un reflejo de lujo, un reflejo que no tiene utilidad biológica aparente, no sabemos para qué sirve, y sin embargo siempre estamos mejor después de usarlo. Y disfrutamos de buscar esas instancias, que son las que nos hacen bien, de juntarnos con gente con la que podamos practicarlo juntos. Juntarse a reír. Es la enorme diferencia entre fiesta y reunión. Se hacen muchas reuniones y pocas fiestas.  La fiesta es el lugar del descontrol, salgo de mi red y puedo disfrutar haciendo algo que no está en el marco de los conceptos.  Bailar, reír, tiene que ver con eso. Curiosamente, en muchas profesiones se mira con mucha reserva al que ríe mucho. Pará, no, uy, boludo, no para de cagarse de risa el cirujano que me tiene que operar. Hay algo donde uno cree en los valores de la solemnidad. Sin embargo, seas payaso o seas neurocirujano, no hay otra cosa que pueda producir una descarga más fuerte que la instancia de humor. ¿Cómo sería la vida de un neurocirujano que esté pensando sin parar, por ejemplo, en la variación de su pulso? Se trabaría. Tiene que fluir, tiene que soltarse. Y para eso hay que vivir instancias vitales, y la risa, es parte poderosa de ellas.

 

Por último, siempre hablás de Discépolo como un referente y de Monti como tu gran maestro ¿podés identificarte dentro de una tradición teatral argentina y te reconoces como referente de otros teatristas en la construcción de esa identidad?

MK: Hay un libro de Marvin Carlson muy piola que se llama El teatro como máquina de la memoria. Y yo creo que es eso justamente: una máquina de la memoria. El teatro está siempre tomando de otro. ¿Por qué? Porque es tan simple, es tan básico, es tan parecido el teatro que hacemos hoy al que hacían los griegos hace 2.400 años, que uno pensaría, entonces no crece. Y sin embargo todos los días, el teatro es diferente. ¿Por qué cambia el teatro? Porque cambian sus convenciones. Pequeñas convenciones, pequeñas pero interminables producciones de convención que hacen que el teatro sea siempre nuevo. Por eso siempre estamos tomando algo que dejó otro. Alguien te inauguró un territorio porque experimentó, porque fue más allá de su propio perímetro, creó un territorio nuevo, lo probó, le dio resultado, lo dejó ahí y ahora lo usás vos. Te doy un ejemplo. Tuve durante nueve años en cartel Terrenal y la gente decía qué obra tan original. Y sí, es original, pero no dejan de ser dos hombres en un páramo esperando la llegada de un tercero que no llega. Que es, claro, Esperando a Godot de Beckett. Beckett inaugura una especie de espacio mítico, el de la espera atravesada por decir pavadas para negar esa espera, que luego hemos ido tomando otros. Entonces siempre estás tomando. Eso es lo que hace a lo que yo he tomado de otros autores,  y lo que yo dejo. Cada tanto, voy a ver espectáculos que están influenciados por mi escritura y hasta me da cierto pudor cuando eso se franquea, cuando alguien dice esta obra viene de la tuya. Pero eso es parte de un devenir natural y orgánico. Por otro lado, no está solo la herencia por creación, está la herencia por enseñanza.  Hace poco, tuvimos una circunstancia muy emotiva porque se le hizo un homenaje a mi maestro Ricardo Monti, y nos llamaron a dos alumnos suyos, María Marull, que a la vez había sido también alumna mía, y a mí. Y yo cuando doy clases hago siempre los créditos a Ricardo Monti como aquél que nos iluminó con ciertas hipótesis de la creación, que luego cada uno de nosotros desarrolló como maestro y como escritor. Pero María Marull recibió a Monti en segunda generación. Es Monti dentro mío y yo lo convertí y lo transformé, y si ella da clases a la vez, ella estará transmitiendo Monti, Kartun, Marull. Todo este fenómeno es apasionante, visible, palpable. Pero también, debemos decirlo, es raro, en tanto no se da con tanta intensidad en otros sitios. No hay otro lugar donde haya tanta educación artístico teatral como Buenos Aires. En lo nuestro, nomás, fijate, tres carreras de dramaturgia, además de los 50 cursos y talleres. Tres carreras donde vos te podés llevar un título. Cuando yo empecé a estudiar dramaturgia, estaba solamente el taller de Ricardo y un curso que daba Argentores. Era todo lo que había. Y Ricardo ni siquiera completaba a veces su grupo, porque tampoco había tanta gente dispuesta a aprender escritura teatral. Que en este momento haya cientos de estudiantes de dramaturgia por año en Buenos Aires, es un fenómeno absolutamente atípico, pero que viene de ese otro crecimiento. Entonces, ¿cómo no voy a creer en él? Los que creamos y enseñamos, transmitimos por la doble vía. Por un lado un modelo creativo que puede ser tomado, que habilita a otro a que tome algo de lo que vos has creado, o un conocimiento que yo transmito para que vos se lo transmitas a otro. Fenómeno vital si los hay. 

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