Todos los domingos pienso en renunciar, presenta una inquietante reflexión sobre la alienación y deshumanización del individuo en el contexto del sistema laboral contemporáneo.
La trama propone a tres personajes atrapados en la rutina diaria de la oficina, de un call center en el que se vende salud y bienestar. El planteo, en apariencia simple, invita a una crítica ácida, sobre la estructura social y económica que convierte al ser humano en una pieza más del engranaje imparable que exige trabajar para subsistir.
Este artículo quiere explorar cómo la autora utiliza la parodia y la exageración para convertir un drama humano en una alegoría de la vida moderna, generando una tensión entre el absurdo y la reflexión crítica.
El núcleo de la obra se centra en la descomposición de lo humano bajo las condiciones impuestas por el trabajo. Los personajes no son meros trabajadores; son caricaturas de la rutina laboral que, a lo largo de la obra, van despojándose de su humanidad, atrapados en una ilusión repetitiva e implacable. De manera similar a lo que sucedía con Gregorio Samsa en La metamorfosis de Franz Kafka, los personajes de Anaclara parecen ser víctimas de un proceso de metamorfosis, aunque en lugar de convertirse en insectos, se transforman en estereotipos grotescos y mecanizados de sí mismos.
El trabajo, que debería ser un medio para la realización personal y profesional, se convierte aquí en una prisión, en la que la vida de los personajes queda suspendida entre la ilusión de un futuro prometedor y la imposibilidad de alcanzarlo. En este contexto, la obra de Anaclara no solo hace una crítica a la alienación que se vive dentro del sistema capitalista, sino que también muestra cómo esa alienación se convierte en una barrera insuperable para la realización de los sueños, una telaraña de la que los personajes no pueden escapar.
La Parodia de la Realidad
Una de las características más destacadas de Todos los domingos pienso en renunciar es la manera en que Anaclara emplea la parodia para abordar el drama existencial. El absurdo se convierte en un mecanismo para acercar al público a la tragedia de los personajes, mientras que la exageración de sus rasgos y situaciones provoca una risa nerviosa, inquietante, que tiene tanto de defensa como de crítica. A través de esta técnica, la autora desactiva el carácter trágico de la obra, transformando lo que podría haber sido una narración sombría en una pieza de teatro que nos permite reflexionar sobre nuestra propia realidad sin arrastrar al espectador a una angustia irresoluble.
El uso de la parodia no solo tiene un propósito humorístico, sino que también destaca lo irracional y lo absurdo de un sistema que parece estar diseñado para deshumanizar a sus trabajadores. La ironía en la que se envuelven los personajes se convierte en una especie de espejo distorsionado en el que se puede reflejar la inquieta tensión de la platea. La obra propone una cruel burla, indispensable, hacia la alienación que todos vivimos, imposibilitados de escapar del ciclo que nos consume. La opacidad de la vida, anclada en celulares, la falta de palabras fuera de los emojis, hace pensar que una obra así es necesaria, para sacudir el adormecimiento peligroso en el que hemos caído.
El Cuerpo como Herramienta de Deshumanización
El trabajo corporal de los actores, es otro aspecto crucial de la obra. El elenco está conformado por Camila Cayota, María Eugenia Puyol y Gerónimo Bermúdez.
A medida que la trama avanza, los personajes se distorsionan y reconfiguran. Esta transformación no es meramente simbólica, sino que se convierte en una manifestación física del encierro mental y emocional que sufren. Este proceso es posible gracias a la perfecta combinación entre dirección y despliegue de los recursos actorales que evidencian los tres en la escena, logrando una armonía impecable en un universo desquiciado.
Los actores están plenamente presentes, juegan con toda la estructura física. La consciencia de lo corporal hace que se borre la configuración humana para ser una representación visual de la presión que genera el sistema. Entonces vemos a los animaníacs, imaginamos seres rotos, en estado de disolución sin una real consciencia de que sólo son parte de la gran maquinaria del mercado. Están en el trabajo, pero bien podría ser un manicomio y ese vínculo no es ingenuo.
La exageración en la articulación del dibujo y la imagen, especialmente en la representación de los personajes, habilita una tensión constante entre la distensión cómica y la tragedia oculta. A medida que los personajes se vuelven más mecánicos y caricaturescos, la línea entre lo cómico y lo perturbador se vuelve difusa, creando una atmósfera en la que la risa se mezcla con el malestar, un malestar que señala lo absurdo de las normas laborales impuestas por la sociedad y que cada día aceptamos como si fuera natural.
La Tela de Araña del Sistema
Lo que queda claro a lo largo de la obra es que los personajes no solo están atrapados en el trabajo, sino que están atrapados por una arquitectura mayor, maquiavélica, que los consume sin cesar. El trabajo no solo se presenta como un medio de subsistencia, sino como un fin en sí mismo, una maquinaria que no permite espacio para la reflexión, para la individualidad ni para el descanso. Es una tela de araña que envuelve a los personajes y que, de alguna manera, también envuelve a todos en la sala.
Es en este punto donde Anaclara logra una crítica certera al sistema económico y social que promueve la productividad y la eficiencia a costa del bienestar humano. Los personajes de la obra no son simples víctimas pasivas, sino que se presentan como reflejos de una sociedad que pone en primer plano la producción y el trabajo sobre la vida misma. A través de esta representación exagerada de la realidad, la autora invita al público a reflexionar sobre cómo, al igual que los personajes, muchos nos encontramos atrapados en la rutina diaria, sin tiempo para los sueños ni para la autorrealización.
Todos los domingos pienso en renunciar ofrece una crítica mordaz a la alienación y deshumanización provocada por el sistema laboral moderno. La obra no solo revela la tensión entre la ilusión de la realización personal y la imposibilidad de alcanzarla dentro del sistema, sino que también plantea la pregunta de si somos capaces de escapar de las garras de un paradigma que nos define y nos consume sin que podamos detenerlo.