Juicio a una zorra de Miguel del Arco (España), se estrenó en Montevideo bajo la dirección de María Dodera y con la actuación de la actriz peruana Cécica Bernasconi. El desafío de la obra se asume con una propuesta íntima, incisiva, que nos empuja, por momentos, al nudo del discurso como cuestionamiento de la realidad que nos atraviesa hoy.
La puesta recupera la prefiguración de una épica “heroica” que ha marcado nuestra cultura, desenmascara la repetición del relato homérico y juega con una voz actualizada que provoca la necesidad de repensar los alcances del mito.
Sin duda alguna encarnar al personaje Helena de Troya es un reto escénico. En esta oportunidad Uruguay descubre en Cécica, la zorra que reclama el juicio, a una actriz implacable, capaz de vestirse de la Helena de todos los tiempos, a través de un monólogo que subvierte siglos de relato hegemónico.
Bajo la dirección de María Dodera, la propuesta busca reescribir una historia contada siempre desde la perspectiva de los vencedores, de los hombres, de los bardos que cantaron sus guerras y omitieron los silencios y el dolor de quienes fueron convertidas primero en objetos del deseo y después en la excusa de la violencia y viceversa.
El texto de Miguel del Arco, está cargado de una densidad poética feroz, se presenta como una catarsis retardada, una interpelación directa a quienes, por siglos, repitieron sin pausa la culpabilidad de Helena. Aquí, ella exige un juicio justo. Pero no a escondidas ni en la intimidad de lo personal, sino frente al público convertido en jurado. La invitación es clara: juzguen si quieren, pero escuchen primero. Esta es su historia.
La puesta en escena opta por la sencillez, y eso la eleva. Un escenario casi desnudo, sin ornamentos ni trampas visuales, que deja todo el peso en la palabra, en el cuerpo, en la voz. El cuerpo de Bernasconi, en ese sentido, se convierte en un territorio de batalla: se contorsiona, se quiebra, se agiganta, se desploma. Su trabajo físico es notable: cada gesto, cada desplazamiento, es parte del discurso. No hay artificio, hay entrega.
Sin embargo, uno de los recursos escénicos que podría poner en tensión y discutir, es el inicio del monólogo con una copa de vino, elemento que no solo acompaña a Helena, sino que la transforma progresivamente en una figura tambaleante, borracha. ¿Por qué llevar al personaje hacia ese lugar? ¿Es la anestesia frente al dolor o una estrategia para intentar sostener la tensión dramática que finalmente parece diluirse en ese recurso?
Lo cierto es que esta elección parece pone al espectador en un lugar conflictivo. A medida que avanza la obra, el reclamo justo y claro de Helena se ve afectado por la borrachera: su voz, aunque más desgarrada, se vuelve menos certera, y con ello se pierde parte de la potencia del discurso. El espectador, puesto en el lugar de juez, debe decidir si juzga al símbolo que fue o a la figura tambaleante que se presenta ante él. Esto hace que la empatía con el personaje se debilite ante una catarsis que asciende gracias al alcohol.
Ese conflicto no es menor. Porque Helena, en su primer parlamento, pide algo profundamente doloroso: no quiere ser redimida, quiere desaparecer. No busca permanecer como lo hacen los héroes, no quiere ser recordada por la posteridad, sino borrada del relato. Es, quizá, uno de los gestos más potentes del texto: la contracara del heroísmo épico masculino es la súplica femenina por el olvido. Mientras ellos mueren para ser eternos, ellas son eternizadas como culpables y piden morir para siempre.
La tensión entre lo íntimo y lo político está presente en toda la obra. Helena no solo reclama su historia, sino la de todos los pueblos usados como excusa para la destrucción. Ella, como símbolo, no fue el motivo de la guerra, fue necesidad, fue una repentina oportunidad para justificar la invasión de Agamenón a Troya. Su figura revela la fragilidad de la vida, la facilidad con la que el poder encuentra un rostro, un cuerpo, o un medio material convincente y lo vuelve amenaza para desatar la masacre sin cuestionamientos. En este sentido, Juicio a una zorra se convierte en una metáfora inquietante de nuestros tiempos: seguimos buscando culpables, no causas. Aunque ya no necesitamos aedos que conviertan el horror en heroicidad, ahora asistimos en directo a la barbarie, sin poesía.
María Dodera acierta al contener el espectáculo en una estética sobria, sin grandilocuencia. Cada elemento escénico dialoga con el cuerpo de la actriz y con la urgencia del texto. Nada sobra, nada distrae. La dirección pone el foco en la palabra encarnada.
Juicio a una zorra es una obra que por momentos puede ser intensa en los registros, incómoda en la tensión entre lo que imaginamos siempre de Helena y lo que vemos, algo necesario cuando se revisitan los mitos.
Cécica Bernasconi ofrece una interpretación que va desde lo visceral a lo argumentativo. El juicio se celebra, aunque al final ya no somos jueces. Tampoco estamos queda claro si el objetivo buscado se logra. ¿Ha sido Helena escuchada, comprendida, absuelta? ¿O hemos vuelto a mirar con desconfianza a la mujer que se atreve a hablar y lo hace desde la mediación débil del alcohol?
Quizá esa sea la verdadera propuesta del texto: que no haya respuestas claras. Que el juicio continúe. Que sigamos cuestionando la historia que nos contaron. Es válido, si a través de ella logramos cuestionar la que se escribe hoy.
Ficha artística
Unipersonal de Cécica Bernasconi (Perú)
Dirección: María Dodera (Uruguay)
Vestuario: Florencia Rivas (Uruguay–Perú)
Escenografía: Antonio Piqueras (Perú)
Ambientación sonora: Álvaro Pérez (Uruguay)
Asesoramiento en diseño luces: Ivanna Domínguez (Uruguay)