La expectativa antes de la función de Imprenteros alcanza una intensidad infrecuente, quizá porque los espectadores son conscientes del prestigio de lo que van a ver, o porque regresaron para verla otra vez. El murmullo en el vestíbulo, la ansiedad palpable, las sonrisas cómplices entre desconocidos, constituyen un prólogo en el que el público no espera pasivamente. Ese modo de esperar es ya, parte de la representación. Los actores, al ingresar, no ocultan ni transforman esa atmósfera: aparecen con una naturalidad engañosa, como si fueran a dar una charla y no a representar. No hay telón que suba ni luces que dicten el inicio; simplemente de pronto están allí. Esa naturalidad es, sin embargo, una ilusión exquisitamente trabajada. Nada en Imprenteros es espontáneo aunque todo parezca serlo y el humor será una clave, un signo infalible durante todo lo que dure.
La invención de la imprenta democratizó el conocimiento, lo hizo circular, lo volvió accesible, dio lugar a la oportunidad de un saber compartido y resguardado. La relación entre herencia y memoria es la substancia singular de la obra de Lorena Vega y Hnos. La historia familiar, íntima, se convierte en material de representación que nos muestra cómo se crea una gesta, cómo se imprimen y multiplican los recuerdos. Al morir Alfredo Vega, su nueva familia les impidió a sus hijos Lorena, Sergio y Federico entrar a la imprenta de su padre, donde vivieron gran parte de su infancia. La imprenta paterna fue mucho más que un taller: fue el escenario primero, el espacio fundacional de la identidad de los hermanos y por lo tanto de sus armonías y conflictos.
Desde el inicio, Lorena Vega se erige como la figura rectora del espectáculo. No disimula su rol de autora y directora, pero al mismo tiempo se entrega a la ficción, a la creación de un personaje que es, paradojalmente, ella misma. Afirma su nombre, menciona su edad, comparte datos verificables, y sin embargo, esa autoafirmación también forma parte del artificio. Es ella y no lo es: es Lorena Vega y es el personaje que fabrica. Es notable la fuerza con que pisa la escena, su capacidad de interpelar a los espectadores con una seguridad que no admite dudas. Su dominio no es autoritario, sino magnético: guía la mirada, conduce la escucha, orienta la emoción. Y al hacerlo instala el juego central de Imprenteros: lo que parece narración es acción, lo que parece asunto secreto es dramaturgia, lo que parece improvisación es un diseño de precisión milimétrica. El teatro, aquí, se presenta como una composición de suposiciones que se vuelven certezas en el instante mismo en que ocurren, porque todo lo que ocurre entra como abrazo en el ánimo de los espectadores. En este accionar de memoria vívida, Lorena Vega convoca a Sergio, presente en escena, a Federico, en proyección, y a un grupo de actores, también allí presentes, que los representarán en un juego de arquetipos en el que lo simulado y la auténtico se funden en un mismo movimiento de exactitud matemática, y por lo tanto, musical. No hay confusión posible, sino una fusión en la que los cuerpos de los intérpretes se enlazan en sus evocaciones, creando una lógica propia entre pasado y presente que se vuelve teatralidad pura. En ese entramado surge con fuerza la figura del padre, eje de la obra, como eslabón central de esa familia de imprenteros, heredero a su vez del oficio, y responsable de que la tradición siga viva. Su alusión, que como en las mejores manifestaciones teatrales es la de un espectro, dispara y recorre la obra: se hace presencia inmaterial al ser invocado y es una marca que organiza tanto la identidad de sus hijos como la trama del espectáculo, en la que el protagonismo de la madre no es menor.
La herencia que atraviesa Imprenteros se nos ofrece como un dilema inspirador. ¿Qué significa heredar? En el caso de Sergio, la respuesta pareciera ser clara: es un oficio, una perduración, una máquina que hay que seguir haciendo funcionar. Sin embargo, incluso, como en su caso, la continuidad implica y supone diferencias, porque heredar nunca es repetir: es transformar. Su personaje tiene tanta ternura y tanta ingenuidad luminosa, tanto temple cándido, que quisiéramos abrazarlo como al niño que, calcado a su figura de hombre, sentimos que sigue siendo. En Lorena, la herencia toma otro camino. Su ocupación parece, a primera vista, ajena a la imprenta; pero en realidad ella imprime -en el escenario, en el libro, en la película de la obra- nuevos contrastes que provienen de aquel linaje. Su capacidad de actuar, dirigir, escribir son también señales de lo que recibió del destino paternal. Federico, contador de profesión, parece resistirse a toda vinculación, negar cualquier legado. En un diálogo con Lorena, proyectado en pantalla, que puede remitir a una entrevista, a una sesión terapéutica o a una confesión sin pecado, objeta de manera desopilante esa herencia. Y sin embargo, de su negación se filtran inevitables formas de asentimiento, para demostrarse que es imposible que la heredad no se transmita, ya sea por afinidad o por resistencia, por continuidad o por ruptura. Así, Imprenteros ahonda su meditación acerca de la herencia, que puede ser una bendición, pero también una carga: sofoca si se vuelve condena a la uniformidad y libera cuando abre mundos. En el escenario estas probabilidades se vuelven notorios, como un análisis de sangre donde pudiera leerse una referencia del alma.
La obra hace preguntas fundamentales, con modales amables y nunca condescendientes: qué hacemos con lo heredado, cómo lo entendemos, cómo le damos un nuevo origen -el de ser origen de nosotros mismos-, a eso que es tan inasible como verificable y que nos lleva constantemente. Imprenteros no se detiene en la historia de la familia Vega: avanza sobre la de cada espectador que se atreva a mirar la suya y nos expone a preguntarnos qué huellas nos dejaron nuestros padres, qué ha quedado impreso en nosotros, con qué de sus nombres, actos, costumbres, pasiones, gritos o silencios fuimos prefigurados y estamos constituidos y qué estamos haciendo con todo eso.
Los detalles que surgen en la pieza son sutiles, aguda y vigorosamente enternecedores: un jardín, la abuela preparando dulce de higo, la casa del abuelo; menciones que no solamente devienen en símbolos de una estirpe, sino que también son fragmentos que suman a la totalidad de quienes serán esas criaturas.
El nombre que Alfredo Vega eligió para su imprenta se desligó de su apellido para llamarla, con una lógica inapelable, Ficcerd, casi un ideograma conurbano que buscaba tal vez una sofisticación que remitiera a una necesidad de poseer. El padre, al elegir ese nombre ficticio, no solo construyó una marca comercial: quiso tal vez confiar en la potencia de su imaginación, presumimos. La obra nos permite eso que es tan difícil de conseguir en un escenario: la posibilidad de que presumamos, mientras la acción, que nos guía, nos desdice por caminos precisos; de esta aparente contradicción está hecho el teatro que sabe su saber y no lo oculta: trata su historia y sus temas como líneas corales, de motivos enfrentados que no se distorsionan entre sí. Lo simple y lo profundo conviven en Imprenteros como en pocas obras. El cuento de Lorena Vega y sus hermanos nos invita a amarlo y a compartir ese amor con el mismo lenguaje simple y profundo con que el que se lo evoca. Se trata de una obra de arte que cuenta situaciones de la vida con elegancia; no oculta el dolor que nunca se vuelva queja: es un dolor que sigue latiendo sin ser golpe bajo ni lágrima forzada, que se transmite en un tratamiento de gentileza escénica inusual. Lorena Vega y su elenco parecen decirnos: “este es nuestro drama, se lo mostramos sin llanto y con emoción convertida en belleza”. De allí que el espectáculo, en su hondura fraternal, sea generoso al dedicarnos su legado.
Las escenas en que los actores invitados personifican a los tres hermanos, a sus padres o al amigo del padre, guiados por Lorena Vega, que dicta las didascalias, modela sus gestos, inventa sus palabras, son hallazgos tan cómicos a veces, como de inquietud irresistible otras. El resultado es un espejismo doble: esos actores encarnan a los hermanos, y al mismo tiempo son dirigidos por la propia hermana real, en un manifiesto que piensa y muestra el arte de actuar al mismo tiempo que cela su misterio. El ardid se expone y se celebra al ser un movimiento continuo que combina una fusión invisible entre actor, personaje y persona. En Imprenteros la verdad nunca se entrega desnuda: se muda en fábula sin moraleja. Lo verdadero -la imprenta, el divorcio de los padres, la madre evocada en su voz percibida ahora anciana, el padre instaurado galán para siempre en fotografías, los hermanos en escena y en proyección- se vuelve puro teatro en estado de alquimia prodigiosa. El espectáculo oscila sin cesar en ese vaivén encantador: verosimilitud y ficción, acción y reacción: un mecanismo sensible que no se detiene.
Cuando Sergio afirma que un folleto impreso en el viejo taller de su padre es tan perfecto que ni las máquinas actuales, más rápidas, podrían hacer mejor, reivindica una ética del tiempo y de la creación que no es instantánea, que requiere lentitud, trabajo, cuidado, atención a los instantes de revelaciones: como en el arte de imprimir, la excelencia demanda resistencia a la prisa. El oficio del imprentero se convierte en metáfora de la vida misma: cada página, cada postal, cada lámina, exigen capas sucesivas de tintas, de fases, de elección de colores y determinaciones que, superpuestos con eficiencia, construyen sentido. Como esas capas superpuestas, el espectáculo se extiende a una nueva reflexión: ¿qué es un oficio? Se oficia un rito cuando se une lo sagrado con lo cotidiano. En la obra, la figura del padre se dignifica desde esa noción.
Entre tantos pasajes conmovedores, impacta la escena en la que el padre le pide prestado a Lorena todos sus ahorros, que ella juntó, peso a peso, para un viaje inaugural y soñado. Ella le presta el dinero y el padre nunca se lo devolverá. No hay reproches: la hija no se victimiza, sencillamente sigue adelante, decide la distancia necesaria, toma conciencia de quién quiere ser y de que lo conseguirá.
La madre, con su fuerte personalidad, se encarga de la educación de los hijos, de la casa y de la manutención; dirige la vida como luego su hija dirigirá teatro. Y otra vez la obra homenajea al don del trabajo: con su oficio de modista traslada moldes de papel a la tela, y al vestido de quince de Lorena; el papel es entonces, decididamente, materia prima de la obra: el papel impreso en la imprenta, el papel de molde, el de libro de la obra, el papel de los personajes, el papel de cada uno en la vida y el de los demás en la propia. Luego, la enfermedad y la muerte del padre, la ancianidad de la madre que ahora lo sueña con ternura: todo está trabajado de una manera superlativa, de elevados sentimientos que evitan tanto los lamentos como los sermones.
Antes del final, la obra nos regala otro momento de extraordinaria emoción: el encuentro de viejas fotografías de las máquinas. Los hermanos, mediante un fotomontaje, logran incluirse en las fotos, aparecer junto a las máquinas, y los vemos proyectados, ya adultos, dentro de la imprenta que les fue vedada tras la muerte del padre. Muchos años después, en un hoy permanente, vuelven a ocupar ese espacio que les pertenece: una vez más afirma la obra, con justicia, que el arte todo lo puede. Lo que la realidad cerró el arte puede abrirlo y el tiempo en apariencia clausurado se reinventa a través de la memoria poética. El teatro muestra, sin ocultar su mecanismo, que la ficción puede convidar a una prueba de fe y a una nueva entrada a los lugares que creímos perdidos, y así, un espiral de infinita creación es posible.
El diseño de espacio, el vestuario, la iluminación, la música crean virtuosamente sus diversos artes en armonía con el espectáculo. La puesta en escena de Damiana Poggi y Lorena Vega es también virtuosa.
La dramaturgia y dirección revelan la maestría de Lorena Vega, que concede, sin necesidad de fanfarronear, que de teatro sabe todo lo que hay que saber, sin dejar resquicio a duda: maneja con precisión admirable el arte del relato y la acción, para mostrarnos, además, que la herencia es una tenacidad que señala lo que nos es quitado y también puede darnos tanto como tanto nos despoja. Otra vez es difícil hacerse el distraído en la platea y no preguntarnos qué heredamos realmente: ¿ilusiones, patrimonio, ademanes, carácter, deudas, carencias, deseo, deterioros, amor, ausencias insoportables? Imprenteros nos dice que la memoria se imprime con lo que nos fue dado y con lo que nos arrebataron y nos recuerda, o nos aviva por si acaso no lo sabemos, que estemos atentos a lo que le dejamos a nuestros herederos, porque nos demos cuenta o no, siempre habrá quien nos herede.
El final es decididamente una fiesta, una celebración de alquimia absolutamente imposible de predecir, que hay que ver, estar allí, porque no ver ese final, ni la obra que lo antecede, además de privarnos hoy de un obsequio, será privarnos en el futuro de la alegría de recordarla.
Teatro El Picadero: Pasaje Enrique Santos Discépolo 1857.
Funciones: Viernes, 20 hs.
Imprenteros. Dramaturgia y dirección: Lorena Vega. Actúan: Julieta Brito, Lucas Crespi, Juan Pablo Garaventa, Christian García, Vanesa Maja, María Inés Sancerni, Mariano Sayavedra, Viviana Vazquez, Federico Vega, Lorena Vega, Sergio Vega. Montaje: Emi Castañeda. Vestuario: Julieta Harca. Iluminación: Ricardo Sica. Diseño de espacio: Celeste Etcheverry. Audiovisuales: Andrés Buchbinder, Emi Castañeda, Agustín Di Grazia, Franco Marenco, Gonzalo Zapico. Música original: Andrés Buchbinder. Sonido: Andrés Buchbinder. Fotografía: Cesar Capasso. Diseño web: Javier Jacob. Diseño gráfico: Cesar Capasso, Horacio Petre. Asistencia general: Fabiana Brandan, Santiago Kuster. Colaboración en movimiento: Margarita Molfino. Puesta en escena: Damiana Poggi, Lorena Vega. Dirección: Lorena Vega.