Entrevista a Cecilia Geijo

“No sé si soy muy original, pero sí constante en la obsesión de buscar un teatro que me pellizque o zarandee”
Por: Carlos Rojas | Creado el 10/11/2025 | 249

Cecilia Geijo Domenech (León, 1981), es directora de escena y docente de Dirección Escénica en la ESAD de Sevilla, ha construido un sólido recorrido que combina práctica artística, pedagogía e investigación teatral. 

Licenciada en Psicopedagogía por la Universidad de León y en Dirección de Escena por la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, amplió su perfil con un postgrado en Investigación Literaria y Teatral en la Universidad de Alcalá de Henares.

Su formación se ha enriquecido con el aprendizaje junto a referentes de la escena contemporánea como Andrés Lima o Elena Pimenta, entre otros. Durante varios años impartió en la Universidad de León un monográfico dedicado a la dirección escénica, experiencia que afianzó su vocación pedagógica.

Es fundadora de la compañía La Pitbull, con la que debutó en 2011 dirigiendo Como los griegos de Steven Berkoff, montaje que obtuvo el Premio Joven INJUVE. A este primer reconocimiento siguieron Ciudadano de Ginebra de Emilio Geijo (2012), El techo de cristal (Anne & Sylvia) de Laura R. Galletero (2016), Mitos de Acoyani Guzmán (2014), Pasen y vean de Marina Castiñeira (2016) y En el borde de Julio Escalada (2017).

En 2018, dirigió El buen hijo de Pilar G. Almansa, obra que fue doblemente premiada en el Festival Toledo Escena Abierta y que continúa de gira. Un año después estrenó To be (a woman) or not to be de Dolores Garayalde. Su más reciente trabajo, BACKUP, también con texto de Almansa, se encuentra en plena gira por distintos escenarios del norte de España.

Actualmente prepara Trilogía de los juguetes, un proyecto de autoría propia que explora nuevas búsquedas escénicas y confirma su interés por el teatro como espacio de experimentación e intransigencia poética. 

 

-¿Quién es Cecilia Geijo?

Me cuesta un poco saber por dónde empezar a contestar. Veamos. Dirijo, doy clase, escribo a ratos… pero, sobre todo, escucho y observo. Me interesa lo pequeño, el detalle que pareciendo insignificante, nos da la totalidad. 

Los conflictos que pertenecen a la esfera de lo personal, pero que revelan lo político y son profundamente universales. No sé si soy muy original, pero sí constante en la obsesión de buscar un teatro que me pellizque o zarandee.

 

-Tu recorrido combina psicopedagogía, investigación literaria y dirección escénica. ¿Cómo dialogan estas tres dimensiones en tu trabajo como directora y creadora?

La psicopedagogía me dio conciencia de la suma de influencias que somos cada uno de nosotros, como humanos; me sirvo constantemente de ella como herramienta de exploración y creación de personajes, conflictos, situaciones... Por otra parte, la investigación me aporta el placer de descubrir. 

Y la dirección… bueno, sin duda, eso es lo que más me apasiona. Reúne todo. Es obsesivo y absorbente: requiere un perfil reflexivo, pero también capacidad de reacción, temple en el trato con todo el equipo, facilidad para conectar con el público, precisión, atención y cuidado meticulosos ante un sinfín de decisiones, autoridad bien ganada a pulso, que nazca de la confianza que seas capaz de inspirar. La experiencia es tan intensa que sospecho que a un director sólo le entiende de verdad otro director. Es un oficio que exige ser como el Hombre de Vitruvio: equilibrar muchas cosas a la vez. Debes tener ganas de tomar las riendas y, sobre todo, disfrutar metiéndote en follones. Vamos, el combo completo de “me complico la vida y me encanta”. O eres un poco masoquista y todo eso te engancha, o de otra manera no hay quien aguante. Pero es droga dura, y por eso sigo ahí. No hay adicción más divertida ni más necesaria.

 

-En tu formación has trabajado con figuras como Miguel del Arco, Andrés Lima o Fabio Mangolini. ¿Qué aprendizajes te han marcado más de esos encuentros? 

Trabajé con ellos en circunstancias y etapas vitales muy diferentes y de cada uno aprendí algo distinto: de del Arco, la precisión y la valentía en el texto; de Lima, la potencia de lo colectivo; de Mangolini, la importancia del cuerpo como partitura. Pero, me dejo a mucha más gente. Estoy muy agradecida por haber tenido a unos profesores/as muy buenos en mis primeros años de formación. 

 

-Fuiste cofundadora de la compañía La Pitbull. Mirando en retrospectiva, ¿qué huella dejó en ti ese primer impulso colectivo?

La Pitbull fue un laboratorio de ensayo-error con una energía muy kamikaze. Cuando la fundamos, Dolores Garayalde, Pilar G. Almansa y yo, éramos bastante inocentes, aunque nos creíamos las dueñas de la verdad. Tampoco era muy común en aquel momento ver a tres mujeres tan jóvenes dirigiendo, produciendo, moviéndose…  La autoridad creativa en la escena era de tradición masculina. Nosotras la ocupamos con descaro y sin pedir permiso. 

No sabíamos ni por dónde empezar, así que nos reuníamos principalmente a conspirar. Y a soñar con incendiarlo todo con el teatro. Queríamos expresarnos, ser libres, montar historias que nos representaran y que, además, engancharan al público. Funcionó un tiempo, hasta que cada una fue tomando otros caminos. Yo me quedo con la lección de que la creación compartida es compleja y, a la vez, un motor potente.

 

-Has transitado por autores muy distintos: Berkoff, Escalada, Almansa, Garayalde, Guzmán, entre otros. ¿Cuáles son los criterios que sigues para elegir los textos que llevas a escena?

Elijo textos que sienta que invitan al público a cuestionar. No se trata de interrogarle, sino de propiciar preguntas que cada cual pueda hacerse hacia dentro, en libertad. Por eso, me parecen más interesantes los textos dialógicos. 

Hay veces que una obra me conquista simplemente por la belleza de su lenguaje, pero siempre necesito que contenga una grieta reflexiva. También me gusta mucho la comedia, pero no como anestesia, sino entendida como aquello que revela futuro, posibilidad, esperanza. Lo que ilumina y que no deja que la oscuridad se lo coma todo. 

 

-¿Qué significa para ti dirigir? ¿Es un oficio de construcción, de acompañamiento, de traducción del mundo?

Qué buena la comparación con la traducción. Escuchas lo invisible y lo haces visible, y eso tiene algo de traducir, sí. Para mí, creo que sobre todo significa determinación narradora. Es conducir al público por un relato cargado de significado. 

 

-Tus montajes suelen cruzar realismo y metáfora, crudeza y poesía. ¿Dirías que ese contraste es parte esencial de tu lenguaje?

No lo hago aposta, es que siento que el mundo es muy contradictorio, y quizá ese sentimiento se quede reflejado. Como especie, cometemos actos de una vileza espantosa, pero también tenemos gestos de una ternura y un cuidado desarmantes. Me interesa ese vaivén. 

 

-¿Qué detonante te llevó a escribir y dirigir esta obra inspirada en La cruzada de los niños de Brecht?

Hace muchos años, un profesor de la RESAD, Jorge Saura, nos habló de este poema. Lo leímos en clase y recuerdo cómo me sobrecogió. En mis propias clases, parte del temario gira en torno al desarrollo humano, y siempre me ha fascinado cómo nuestras primeras vivencias lo deciden casi todo. Somos producto de nuestro entorno, y en ese sentido, la suerte es muy desigual e injusta. Quise hablar de la infancia como un territorio arrasado por la violencia y me vino el recuerdo del poema. La premisa de una revolución infantil, una protesta sorda… empezó palpitar con fuerza. A veces, las decisiones creativas nacen de un lugar muy remoto. 

 

-En la primera parte, los niños juegan entre escombros mientras las explosiones los acechan. ¿Te interesa esa tensión entre la inocencia y el horror?

Esa situación me interesa porque me parece política en sí misma. Muestra la capacidad de la inocencia para resistir la barbarie. A nivel emocional, me interesa el golpe que nos deja marca: La acción se dispara a partir de un acontecimiento que el personaje de la niña presencia. Esa imagen la persigue y la define para siempre. También, en otra escena, se recurre a la imaginación para hacer frente a la violencia.   

 

-La escena final evoca un juicio simbólico donde los niños interpelan a soldados, turistas, empresarios… ¿Qué querías poner en evidencia con este tribunal infantil?

Quise hacer una alegoría de la conciencia sobre nuestros actos: ella los ve, los juzga y nos provoca malestar. Este tribunal infantil funciona igual: es una conciencia que persigue, implacable, como un cobrador del frac que no acepta excusas. El estruendo de los tambores es el sentimiento de culpa cada vez más acuciante. Aunque sea fantasioso, contiene algo verídico.

 

-El personaje de la “Niña que hace muchas preguntas” atraviesa la obra. ¿Es tu alter ego? ¿Es la voz que reclama, la que no acepta el silencio?

Exacto. Permanece inquieta porque no quiere ni puede olvidar lo que pasó. Es incapaz de mirar hacia otro lado. Insiste en preguntar. Para mí, es el pulso ético de la obra. 

 

-¿Cómo dialoga esta trilogía con la tradición brechtiana? ¿Es un homenaje, una reescritura, una provocación?

Homenaje, porque está muy presente el impulso de Brecht (aunque, según un amigo que bromeaba sobre estas cosas, un homenaje verdadero implicaría copiarlo sin más).  En primer lugar, en la acción, porque me da una situación, la del poema, a partir de la cual desarrollo una serie de episodios previos. Pero, también porque creo que la obra encierra una visión escénica muy brechtiana. Y provocación… bueno, habrá que ver si el público la encuentra.

 

-En tu dramaturgia conviven la denuncia social y un lirismo muy potente. ¿Logras equilibrar la poesía y política sin que una anule a la otra?

¡Es que no creo que sean opuestas! La poesía es política porque abre un espacio de sensibilidad que nos permite abrirnos a pensar de otro modo. Y la política, sin poesía, se vuelve burocracia. La política implica toma de decisiones y acción. 

Toda decisión es, en consecuencia, un acto político, y tras ella hay una visión de la vida. Si la poesía puede hacernos tener una visión distinta, entonces también puede ser política. Ahí, en ese cruce entre sensibilidad y pensamiento, es donde me interesa indagar.

 

-La obra coloca en escena las consecuencias de la guerra, el abuso de poder, la explotación infantil. ¿Crees que el teatro todavía puede ser un espacio eficaz de denuncia?

No en términos de eficacia inmediata. El teatro no cambia leyes, pero puede enriquecer miradas. Es un juego de espejos, como decía mi maestro Ricardo Domenech.  Ese enriquecimiento, de alguna manera, es transformador.

 

-¿Qué lugar le das a la memoria en tu trabajo, sobre todo cuando se trata de voces silenciadas como las de los niños?

Para mí, recordar no es un acto nostálgico, sino político. Es una forma de impedir que los hechos se pierdan en la amnesia. 

Las voces de los niños, además, son especialmente ninguneadas por el olvido. 

 

-En la obra aparece una caja de música que abre y cierra el espectáculo. ¿Cuál simbolismo tiene ese dispositivo?

La caja de música es la infancia hecha objeto: uno pequeño, frágil y bello. Su giro constante me recordaba a algo cíclico, como un mecanismo que se repite una y otra vez, un tiovivo sin fin. Los personajes aparecen y desaparecen, como imágenes fantasmagóricas, dejando sólo un eco. Al final, queda un sonido muy leve, una pregunta suspendida en el viento… como esa canción de Dylan. 

 

-¿Cómo trabajas con los actores y actrices para habitar una obra donde lo lúdico y lo trágico se entrelazan constantemente?

Aún no he montado la obra, sólo hicimos una lectura dramatizada, pero intenté que se sintiera más como un semi-montaje que como una lectura al uso. Trabajo con los actores a través de ejercicios que les permiten explorar lo infantil, lo ingenuo, pero tomando conciencia de lo que se está contando. 

 

-¿El mayor reto al escribir La trilogía de los juguetes?

El mayor reto fue hablar de la infancia sin caer en lo artificial o ñoño, y al mismo tiempo mostrar la violencia sin ser demasiado truculenta o explícita. Creo que es mucho más poderoso confiar en la mente del espectador, en su capacidad para completar lo que apenas se sugiere. 

 

-¿Qué esperas que el público se lleve tras ver esta obra?

La obra, al final, señala a ciertos personajes como responsables, pero el veredicto queda en el aire. Muchos de los acusados fueron víctimas en otro momento. ¿A quién culpar, entonces? Espero que el público se lleve preguntas como ésa.

 

-Mirando tu trayectoria, ¿sientes que esta trilogía abre una nueva etapa en tu camino como creadora?

Sí, siento que me abre un camino más autoral y comprometido.

 

-Para terminar: ¿Cuáles son los proyectos que vienen después de La trilogía de los juguetes? 

Estoy trabajando en varios frentes: una relectura de Don Juan Tenorio que enlaza con la idea de la promesa no cumplida; un proyecto en codirección sobre el teatro como acto de resistencia colectiva frente a la violencia, un monólogo sobre la figura de Magda Goebbels…También trabajo en la parte II de La trilogía de los juguetes. Todo son intentos de seguir preguntándome para qué sirve hoy el teatro.

 

 

Foto: Arturo Pelayo

 

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